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Un pacto de sangre…

7 enero, 2024

Me gusta pasear y fijarme en las parejas. Han sido buenos días para ello. Ser el otro, el eterno soltero, el mujeriego y calavera tiene muchos inconvenientes que combato en noches de soledad y que se agigantan con el paso, y el peso, de los años. Pero también tiene sus ventajas. Digamos que «yo sé», porque fui el otro tantas veces, que no me quedó más remedio que aprender. Me pregunto si ellos «saben» tanto del otro como parece cuando pasean. Y les miro fijamente buscando respuestas entre sus resquicios. Y sigo paseando, con un cigarro entre los labios y media sonrisa pícara. Si ellos supieran…

El ejercicio de mirar al pasado es cíclico y no siempre es agradable. Va por rachas. Y supongo que ahí también, el peso y el paso de los años juega un papel importante. Todos lo hacemos, antes no lo sabía, y ahora lo sé a ciencia cierta. También han sido buenos días para comprobarlo.

No la vi, no pudo ser, y aunque lo dude, ya tendremos tiempo de averiguar si fue mejor así. Pero la vislumbré tan nítidamente mientras hacía la pregunta que me erizó la piel al recordar. «Todas son rubias y de ojos azules» dijo. Y no, no lo son, aunque como las meigas, haberlas, haylas.

Me recompuse como pude tras la puñalada al costillar. No salieron ni agua ni sangre como en la lanzada de Longinos a Cristo, pero sí mis recuerdos a borbotones. Y creo que fui digno y sincero en la respuesta: A veces hay cosas que no nombras. Hay recuerdos que no confiesas. Recuerdos que le escondes al mundo. Unas veces los escondes en el cajón más apartado para que cojan polvo, intentando infructuosamente que no vuelvan jamás. Vuelven, siempre vuelven a acecharte cuando menos te lo esperas. Implacables e hijos de puta. Otras veces los contemplas en silencio como en su bolita de cristal. Los agitas y los endulzas mientras contemplas como la nieve los cubre.

Decía que me gusta pasear por las calles y observar a las parejas. Ahora yo sé. Y ellos, también saben aunque no lo confiesen. Pasean de la mano sabiendo, en un pacto secreto y no mencionado, que ambos tienen sus cajones y sus bolitas de cristal llenas de recuerdos. Y no, ni siempre las confiesan, ni siempre las olvidan. Siguen ahí. Arrinconadas en las profundidades de un íntimo silencio. Lo aceptamos como unas reglas de un juego al que sabemos jugar todos. No les culpo. Al fin y al cabo, es más fácil enterrar y arrasar con el pasado. Más cómodo y sencillo disfrutar lo tangible del presente, y no preocuparse ni de las vueltas que pueda dar la vida ni de hipótesis futuras. Más vale pájaro en mano se dicen. Callan, se dan la mano, y siguen con sus vidas sin mirar atrás…

Me siento donde acostumbro. Las escalinatas del Archivo de Indias son cómodas y me mantienen a distancia prudente del bullicio. Puedo observar y pasar desapercibido. Me enciendo un cigarro y le respondo en la distancia y mi memoria. Haberlas, haylas, pero no todas son rubias ni de ojos azules. Tú no lo eras.

Son pocas y las escondo. Unas veces porque duelen. Otras porque fueron demasiado y no se lo confesé. Lo que sí tuvieron en común fue sus ganas de charlar y su risa constante. Tuvieron en común que les escondí «Te quieros» que me dio miedo confesar, bien por irracionales, bien por prematuros, o por miedo a que al escucharlo me arrancasen el corazón sus manos desnudas, le dieran un mordisco y dijesen «yo a ti no»

Así que procuro no hablar de ellas y contemplar mis bolitas de cristal. Por ejemplo, en una bolita perteneciente a una vida lejana hay un cementerio inglés. Verde y oscuro, prohibido y al atardecer.

En otra bolita hay una hamaca en una azotea y una noche de verano. Se quedó dormida en mi regazo con las estrellas y un faro como únicos testigos. No pude dejar de mirarla. No le dije «Te quiero» por miedo a que se riese de mi. Dos veces estuve a punto de decírselo en todas las noches que la vi. La otra ya os la contaré.

En otra bolita, en esta que nunca confieso, está ella con su sonrisa, su charla, su pelo revuelto y su moreno agitanado. Se lo habría dicho la misma noche que la conocí. Con la nobleza como testigo y en un pacto de sangre. Dolió como sólo ahora sabe. Se lo habría dicho al recogerla en un aeropuerto inglés. Se lo habría confesado y entregado en una noche de juegos y carcajadas y en un encuentro íntimo y furtivo con oídos al otro lado de la pared. Se lo habría dicho en un paseo empapados, y en una ruta por el bosque, por «su» Bosque. Se lo hubiera dicho tantas veces que ahora no sé si no se lo dije nunca. Tenía cosas que no he vuelto a buscar por miedo a encontrar.

Apuro mi cigarro y los imagino pasear. Se dan la mano y lo hacen felices. Aceptan un pacto que no mencionan ni confiesan. Se pierden entre el gentío y los miro con cierta envidia desde la distancia. Viven y sonríen, arrasando inmisericordes con ese pasado que es más sencillo enterrar. Pongo la música a todo volumen y echo la mirada atrás por enésima vez. Se vuelve con su moreno agitanado y sus ojos oscuros. Le pregunto «¿y si…?». Asiente con una media sonrisa nostálgica desde la distancia. Ahora lo sé…

Un pacto de sangre… by Juan José García Gómez is licensed under CC BY-NC-ND 4.0

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