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Un andén a ninguna parte…

28 febrero, 2024

Hay lugares que siempre incitan a escribir. Conocéis varios de los que me inspiran, aunque creo que este no lo mencioné jamás.

Me perdí en cementerios con lápidas grises e inscripciones ajadas por el tiempo y la tempestad. Me recordaron siempre la humildad del ser humano ante la vida. Un suspiro, un instante, y hasta siempre.

Vagué por playas oscuras, mientras cielo y mar se fundían a negro. Con el murmullo de olas, la suave arena en los pies, y en la lejanía, un majestuoso faro a modo de vigía. Uno que lo ve todo, uno al que todos ven. Un guía, un ángel de la guarda para cualquier alma perdida.

Como decía, de este nunca hablé. Y los pisé mucho y no siempre a gusto. Sí que es verdad que no son lo que fueron, ni siquiera son los que alcanzo a recordar de mi niñez. No siempre cualquier tiempo pasado fue mejor, y no siempre, cualquier tiempo futuro alberga esperanza. Miente todo aquel que os lo afirme rotundo. Y si no miente, juega con vosotros a las medias verdades.

Mis recuerdos huelen a gasóleo y saben a despedida. Se ocultan tras una niebla espesa resultado de una mezcla maravillosa de humedad al amanecer y tabaco del duro. Se adornan con un regusto amargo a café solo. Uno doble. Añadidle un silbato o un aviso de última llamada. Un último adiós que se ahoga entre lágrimas y un susurro que dice «cuídate». Un alma se marcha y la otra se queda en un andén. Mirando a la lejanía sin faro que le alumbre. Todo lo que tenía se aleja lentamente. Volverá, o no, y prometerlo sería jugar a las medias verdades. Otra vez. Y esta vez no hay faro que guíe sino una niebla que abriga al tren mientras se marcha.

Una estación de tren y sus andenes. Cientos de historias de reencuentros y despedidas, de ilusiones y esperanzas, de sonrisas y lágrimas, todas ellas condensadas en un frío y amplio espacio al que sólo añaden calor el gasoil, el tabaco, el café, y los corazones que se abrazan una y otra vez. De este lugar, nunca os hablé.

Llevo semanas mirándola de reojo. Ha estado siempre ahí y no le he prestado mucha atención. Tiene el encanto de todas las estaciones de tren, por razones e historias obvias. Pero es fría y moderna. Limpia, pulcra, sin humo y sin café del duro. Un par de grandes cadenas te sirven el mismo insípido aguachirle. Pero la miro como decía, y cada día que camino cerca de ella, la miro con detenimiento. Creo que el problema es que ahora sé. Y al saber, la miro con otros ojos.

La observo de arriba abajo esperando no sé el qué. Quizás aparezca. Quizás en una de esas mañanas de vuelta de mis sábanas revueltas. Quizás en uno de mis paseos. Quizás un día, puede que jamás. Y la miro. confieso que a veces entro y observo los andenes. Escudriño cada cara y cada historia, buscando no sé muy bien el qué. La busco sin descanso porque un día supe que estaría, pero lo cierto es que se fue.

Y al rato, hastiado de que los tiempos hayan cambiado, de no poder encenderme un cigarro, tomarme un café y seguir observando oculto tras la neblina, echo una última mirada a un andén a ninguna parte. Quien promete que cualquier tiempo pasado siempre nos parece mejor, quien dice que cualquier tiempo futuro alberga esperanza, os miente. Pero en ese faro que sirve de guía, en ese cementerio que es cura de humildad y en ese andén a ninguna parte y futuro incierto, en ese andén que es hogar de reencuentros y despedidas, siempre prefiero buscarla y quedarme con el maravilloso y magistral final de «El Conde de Montecristo». Ya sabéis, ese eterno «confiar y esperar»…

Vivid, pues, y sed dichosos, hijos queridos de mi corazón, y no olvidéis nunca que hasta el día en que Dios se digne descifrar el porvenir al hombre, toda la sabiduría humana estará resumida en dos palabras: ¡Confiar y esperar!

Un andén a ninguna parte… by Juan José García Gómez is licensed under CC BY-NC-ND 4.0

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