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Vientos de tormenta y nada más…

12 abril, 2011

Llevo tiempo queriendo escribirte, pero casi había olvidado cómo hacerlo. Supongo que entenderás mejor que nadie que a veces es demasiado complicado pedir perdón. Suele ser uno de los actos más humanos, y también, al mismo tiempo, uno de los más difíciles. Por eso había preferido olvidarte antes que humillarme en la disculpa. Pero bien sabes, mejor que nadie, que no era por no desearlo sino por su extremada dificultad.

Y aquí estoy, escribiéndote al fin, pidiendo disculpas por haberte olvidado, y por haberlo pospuesto durante tanto tiempo. Dicen que más vale tarde que nunca, y aunque sean míseras justificaciones y suene a vagas promesas, prometo no volver a hacerlo. No volverás a ser segundo plato ni refugio de mis desdichas. No volverás a recibir una carta parecida, no será necesario, no volveré a abandonarte porque lo cierto es que tú, nunca lo hiciste.

Buscando referencias con tu nombre, descubro que la vida quizás no te ha tratado tan bien como debería. Eres sinónimo de egoístas, de necios, de tiranos, y déspotas. Tu nombre resuena en los peores tratados, y en las páginas más oscuras de los más preclaros filósofos. Ellos pasaron a la historia, y allí permanecerán por los siglos de los siglos, a costa de mancillar tu fama y escribir en grandes letras tu nombre en la diana a la que dispararon sus más certeros dardos.

No pretendo subsanar los errores que otros cometieron, aunque al menos, quiero que tengas en cuenta mis disculpas, por si en algo alivian el sufrimiento que te han hecho padecer con las duras palabras que adornan sus citas.

El motivo de mi abandono es el mismo de mis disculpas, tu forma de ser, que castiga y premia por igual, y que Charles Ducios resumió, «El orgullo es el primero de los tiranos, pero también el primero de los consuelos». Y es que, bien saben los que me conocen, cuántas veces renegué de ti, las mismas que llené mis labios con tu sonido, exhibiéndolo altivo mientras seguía mi camino.

Y así eres, cruel déspota y tirano cuando en su dolor el hombre se atormenta. Y fiel, siempre fiel, en la adversidad y en la buenaventura, acudiendo presto al consuelo, cuando la tormenta pasa y a su rastro queda sólo la tierra quemada por los sentimientos destrozados.

Pero esa fidelidad es la que premio con mis disculpas, reconociendo en mi humillación que aunque fueron incontables las veces que te negué, cual Judas Iscariote, no fueron menos las que te mencioné ni las que lamenté haber olvidado tu nombre. Y aquí estoy, de nuevo, humillado en la disculpa, y celebrando al fin que haya recordado el sonido de tus letras, tendiendo la mano, para que dentro de mucho tiempo, cuando necesite tu consuelo, acudas a mí como siempre hiciste, levantando mi frente, y acompañándome, altivos los dos, a buscar verdes pastos que arrasar en la próxima tempestad.

Las habrá, y de la mano del orgullo, orgulloso de haberlo reencontrado seré yo el viento que arrase, y no el pasto que espere dócil e inmóvil a que lo arrasen. «Soy un viento que arrasa egoísta con todo lo que le preocupa, caiga quien caiga, y arrase a quien arrase», dije una vez, y engreído y altivo menosprecié y relegué al olvido a quien me acompañaba fiel, justo aquel que lo provocaba, tú, mi orgullo.

Mi orgullo, aquel que como en la guerra deja a su paso víctimas inocentes. Seguro que alguna vez, influenciado por tus cantos de sirena, dejé inocentes por el camino al soplar mis vientos de tormenta. Seguro estoy, que más de una de aquellas inocentes y silenciosas víctimas mereció otro destino y otro final, incluso más seguro estoy de que alguna mereció un nuevo comienzo. Pero ahora, amparado en tu reencuentro, me reafirmo en la tremenda injusticia que provocan las guerras y tu nombre. Son inocentes, víctimas necesarias de la crueldad del despreciable ser que es el humano. Pero su condición de víctimas las convierte en silenciosas, están, y posiblemente merezcan el recuerdo, pero nada más. Fueron daños colaterales de una guerra que no estaba dispuesto a perder, aquella que exponía mis sentimientos a las fauces de la vida. Y antes que caer, preferí que cayesen. Y así, caídas, al menos permanecen calladas, en silencio, en mis recuerdos, y nada más. Y en esa guerra, tú, mi orgullo, fuiste siempre consuelo y aliado, lo suficientemente tirano como para no permitirme la derrota.

Alguien que es más importante que el tal Ducios te ha renombrado, cambiando tu sonido por el del amor propio. Ha sido el detonante para que acuda a tu perdón. Me conoce bien, y posiblemente tenga razón al renombrarte. No cambia nada, sea cual sea tu envoltorio, el resultado será el mismo, cabeza altiva, nuevos senderos, tierra quemada a nuestro paso, víctimas, merecidas o inocentes, pero silenciosas. Caídas y calladas aún en el recuerdo. Vientos de tormenta que arrasan con todo aquello que no demostró su valor o un mínimo de merecimiento. Vientos huracanados que soplan dos nombres, el tuyo, y el mío. Quizás sinónimos. Orgullo, nada más…

Nota: No hay nada entre líneas en este texto. No hay víctimas recientes ni ajustes de cuentas. Tan sólo una intención de pedirle perdón a alguien, mi orgullo, del que renegué mucho tiempo hasta darme cuenta de que es tan necesario que no hace falta castigarse por ello. Deja víctimas, pero siempre está. No lo olviden, no lo exhiban demasiado al mismo tiempo, déjenlo apartado si quieren hasta que sea necesario. Pero tengan por seguro, que así será. Volverán a necesitarlo cuando menos lo esperen

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Vientos de tormenta y nada más… by Juan José García Gómez is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported License.

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