A mis padres…
Hace tiempo perdí uno de los dos senderos que se caminan entre las letras. No fue voluntario, y cuando alguien me lo recordaba, cualquiera de mis razones era fácilmente sepultada por una nube de vergüenza. Me olvidé, perdí la costumbre, dediqué a otros asuntos más mundanos mis momentos ociosos, no hallé motivación, o simplemente a cada momento, apagué la luz y me entregué a Morfeo. Más allá de estas palabras, nada pude responder.
De los senderos de las letras, tan sólo recorrí durante muchos años aquel en que se escribe. Prueba de ello es este rincón, desde el que sin aspiración particular, me entretengo de vez en cuando. Olvidé la lectura, la dejé de lado, la abandoné en algún rincón de cada uno de mis años. Y no le doy más importancia que la que tiene. A veces, olvidamos cosas por el trepidante sendero de la vida, arrojadas en las cunetas a las que escribí una vez. La vida se vive hacia delante, y mirar al lado o hacia atrás, poco sentido tiene. Anotado, eso sí, queda lo que se perdió, y siempre fui consciente de que en algún recodo de mi vida, abandoné los libros y sus batallas. Y aunque sea de poco lamentar, aquí no me avergüenzo de hacer público mi arrepentimiento. ¡Cuántas mágicas historias perdí a lo largo de estos años!
Y de nuevo, al bajar la vista al suelo, empujados allí mis ojos por el peso del lamento, con la fugacidad del suspiro, desaparecen las nubes que oscurecen mis sentidos, y alzando la vista veo más allá de mis vergüenzas. Nunca se está sólo, y es maravilloso constatar, que en los múltiples senderos aparecen manos amigas para rescatar del extravío. Aquí, como casi todo lo que me saca una sonrisa, veo fácilmente la mano de mis padres, y es a ellos a quienes debo el recuperar una buena costumbre. Es a ellos a quienes debo volver a sumergirme en mil batallas e historias que hace tiempo olvidé. Es a ellos también, a quienes debo mi recuerdo nítido de niñez, recostado en una litera, con la luz encendida o una linterna bajo el edredón con la que seguir leyendo, aún a escondidas, devorando historias, destrozando con las yemas de mis dedos «Michos» y «Barcos de Vapor». Aniquilando a los malos, azuzando a sus compinches hasta hacerlos caer de desesperación cuando el bueno destrozaba planes y rescataba princesas. Así me criaron ellos, y como a un Dios que provee sin exigir nada a cambio, a ellos debo ahora estas letras de agradecimiento, pues a ellos adeudo no sólo las buenas costumbres tiempo atrás olvidadas, sino también, el haberlas recuperado.
Recorro de nuevo dos senderos paralelos al de mi vida, ambos llenos de letras. Unas esconden mis pasiones y mis miedos. Las otras me cuentan lo que otros, antes que yo, sintieron. Pasar una página, girar inesperadamente, intentar anticiparse a la historia haciendo volar la imaginación, gozar maliciosamente al consumar la merecida venganza, sentir que el amor vale mil vidas, que el desamor duele y desgarró la piel de autores y protagonistas. Descubrir, al fin, que aún rodeado de letras, tan sólo el amor y el conflicto mueven el mundo, e incluso, que quizás no sean tales, y que el amor sea conflicto al mismo tiempo, con vencedores y vencidos, y sea ella, quizás, la más cruel de las batallas. Sonrisas y lágrimas, no hay en el mundo nada más, aunque a lo largo de los siglos, muchos se empeñasen en escribirlas entre distintos envoltorios.
Y así paso ahora gran parte de mis días. Subo rápido a buscar un rincón tranquilo en el que sentarme a cada rato ocioso. Rechino los dientes emocionado al oír acercarse el reloj, con el tic tac de sus pasos, al momento de sumergirme en cada batalla. Devoro historias encerradas en páginas. Más allá de sus márgenes no hay nada. Se detiene el tiempo y se acelera la imaginación. Trepidante, sin descanso, admirando lo que sintieron, envidiando cómo lo describieron.
El último fue Edmundo Dantés, y su despiadada venganza, meditada y fría, planeada desde el sufrimiento, ejecutada por su mano en el nombre de Dios. Y al abandonarlo esta tarde, al dejarlo partir para quizás no volver, imaginé que alzaba su mano y se despedía. Y era de mí. Era yo, quien al leer vivía. Era yo, quien al leer lamentaba su marcha, pues con ella me priva ahora de los ratos en los que me acompañó. Porque como todo lo bueno, deja un sinsabor cuando termina. Al cerrar un libro y pensar que quizás es para siempre, debe sentirse algo parecido a morir. Ya no hay nada, más que el recuerdo, y todo lo que trepidó una vez, se detiene súbitamente. Al acercarse lentamente al final de un libro, como aquellos conscientes del final de sus días, todo se ralentiza, se saborea, pues bien sabes que una a una pasan las páginas, como los días, en una inexorable cadencia que tras de sí, esconde el más absoluto vacío, la nada, el fin. O quizás no, quizás como me dijo Dantés al despedirse, todo en esta vida, incluso ver que ocurre más allá de la muerte se trate de «Confiar y esperar». Y mientras, disfruto abrazando letras y devorando narraciones que otros escribieron, y al cerrar la página y ver partir a Dantés, le di las gracias por su compañía, y alcé los ojos, al fin sin vergüenza, para agradecer a aquellos a quienes dedico las mías todas y cada una de mis buenas costumbres…
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Me han emocionado mucho tus palabras; leer tambien es para mi un placer y muero cada cez que termina una buena historia. Me he sentido muy identificada. Ánimo y sigue así, tienes un don de palabra!
Un saludo