Unas lágrimas y un abrazo…
Llevo yéndome toda la vida. Me di cuenta anoche mientras tomaba café, sólo, en un ajetreado centro comercial. Nunca me gustaron las despedidas, y no paro de irme. Supongo que parte de la culpa la tiene Marzo, y que aunque los días sean ya más largos, esta vez, amaneció gris.
Unas veces lo hice sin querer, destrozado, agotado y sin alguna otra opción. Otras muchas a sabiendas, huyendo yo, y arrasando a quien se pusiera por delante. Pero lo cierto es que sea como fuere, cada vez duele más, o al menos, cada vez duele distinto. Supongo que serán cosas de la edad.
Mi vida ha sido hasta ahora, una continua sucesión de aventuras y despedidas. De gente, de lugares, de trabajos, de relaciones, de seres queridos que se fueron para no volver, y que solo perviven ya en el recuerdo. Una sucesión de víctimas, culpables o inocentes, un desfilar inagotable de fantasmas. Una procesión de almas silenciosas que estuvieron pero que ya no volverán.
Han sido unas semanas bonitas, intensas y agotadoras. Tenían fecha de caducidad, y aunque no estaba marcada en rojo, era parte de un acuerdo tácito. Había llegado inseguro, y a la hora señalada, en horario taurino y al repicar de las campanas, debía decir adiós una vez más.
Había llegado inseguro, como digo, y también herido. Me voy curado y en paz. Como casi siempre. Con la conciencia tranquila de haber hecho lo que pude, y lo mejor que supe. Necesitaba llegar, y también irme. Quedarme con lo bueno y no esperar a meter la pata, que en eso, siempre fui especialmente habilidoso.
Y antes de la despedida me acordé de cuando fui «La Cenicienta». De lo mucho que lloré en aquella despedida que aún no sé si merecí. De como toda una comunidad entera me esperó a escondidas para ponerse en pie y acariciar mis lágrimas con sus aplausos. Me hicieron saber entonces que al irme, había tomado la decisión errónea. Que todo lo que vino después, nunca pudo estar a la altura. Fue la primera de una serie de despedidas que continuaron ayer.
Siempre igual. Llegando inseguro, armado de una humilde sonrisa. Esperanzado de que con ella me traten mejor. Dispuesto a echar una mano y no decir que no. Yéndome cada vez, una vez tras otra, siempre curado y siempre con la mochila llena de recuerdos. Agradecido, en paz, pero roto por dentro en mil pedazos. Roto y curado al mismo tiempo, en una cruel, eterna e ilógica dicotomía, que por familiar, siempre me resulta extraña.
Y a la hora señalada, en horario taurino, tal y como estaba acordado en este Marzo que amaneció gris, recogí mis cosas y me despedí de quien pude y como pude. Gracias por todo, cuídate, nos vemos pronto. Egoísta de nuevo, recogiendo mis cosas y yéndome sin mirar atrás. Recordándome y recordándoles que todo iría bien y que algo bueno llegaría. Sabiendo en silencio y recordando, que volvería a llegar a algún sitio y volvería a irme. Porque llevo así toda la vida, y porque ya no sé si sabría ser de otra manera. Y aunque en las épocas oscuras me castigue por ello, aunque me ahogue en la incertidumbre de no saber qué vendrá después, siempre fui capaz de ver, en esa ilógica dicotomía, una esperanza en la futura aventura.
Quedaba algo por hacer. Me giré hacia el otro extremo del corredor y fui a buscarla. Me acogió sin dudas y sin razón. Al aceptar el acuerdo tácito que ahora se rompía, jamás lo hubiera imaginado. Me dio absolutamente todo, y desde luego, mucho más de lo que merecía. Sin razón y sin tener porqué. Y así se lo reconocí.
Nerviosa y con pinceladas de una curiosa inseguridad. Con un humor curiosamente oscuro que observaba de reojo de vez en cuando y sin que se diese cuenta. Humilde y entregada. Generosa en el trato, dispuesta a entregarme su tiempo y sin ganas de pedir nada a cambio. Con una sonrisa de oreja a oreja que a veces creo que ni ella misma sabe que tiene. Transparente, tanto, que no he necesitado conocerla para saber cómo estaba tras un simple vistazo.
No podía irme sin más. Me giré y fui a buscarla. Y sin tocarla, sin hacer absolutamente nada, volvió a entregarse y hacerme el mejor de sus regalos: Me dio sus lágrimas y un abrazo.
Y me rompió en dos. Yo, que estaba dispuesto a añadir unas cuantas almas al desfilar de mis fantasmas, yo, que estaba dispuesto a irme una vez más, egoísta y en paz, no supe sino alargar todo lo que pude la despedida. Inexcusablemente torpe en mi abrazo, y sin huirle el contacto ante los ojos de media comunidad.
Y al girarme y perderla de vista, me fui a buscar un café y a devolverle las lágrimas que ella me había regalado.
Llevo toda la vida yéndome. Torpe, patán, capullo y egoísta. Me he ido cuando no debía e intenté quedarme donde sabía que sobraba. Me entregué a almas que no merecían más que el más cruel de mis desprecios. Y lo único que supe hacer siempre fue juntar letras para expresar lo que sentía. Lo único que fui siempre capaz de hacer fue no callarme y no guardarme nada.
Así que si la veis, decidle de mi parte, que esta vez me voy roto. Que me ha regalado su sonrisa. Que guardo sus lágrimas en el baúl de mis recuerdos. Que si no vuelvo a verla es un fantasma de la fila de los bonitos. Que desfila con ellos. Que tratarla y darle los buenos días ha sido un regalo inesperado estas semanas. Que sé que llora. Que fui torpe al no abrazarla más. Que me da igual lo que piense si me lee. Que a estas alturas, y tras irme toda mi vida, me voy roto, cansado y buscando el camino de vuelta. Y que si no lo encuentro, que si a estas alturas no consigo aprender a volver en vez de a irme, decidle que ha sido un regalo inesperado.
Y a vosotros os digo, para que quede públicamente aquí… y aunque ella no lo sepa nunca, que las de ayer fueron las últimas lágrimas que le consiento, y que si aprendo a volver, que si vuelvo a verla y abrazarla, no pienso volver a soltarla…
Unas lágrimas y un abrazo… by Juan José García Gómez is licensed under CC BY-NC-ND 4.0
A Pipo y a los niños perdidos…
Ayer me pidieron un abrazo, y aún no sé si era aprecio, necesidad de quien lo pedía o creencia de que lo necesitaba yo. Pero no me importó y lo disfruté sin más. Y llevan unos días recibiéndome a besos. A veces bailo. Y entre bailes, paseos, mancuernas y cafés tengo auténticos “desconocidos” a mi alrededor que van poco a poco incorporándose a mis días y abriéndome resquicios en las puertas de sus vidas. Y no me había dado cuenta hasta ahora.
Alguien que me quiere bien, preciosa por fuera e indescifrable por dentro, que vive a más de medio mundo de distancia, justo donde nace el Sol, me lo reconoció el otro día. Disfrutaba al verme así.
Vivíamos en un país gris cuando la conocí, y ha estado pero sin estar desde aquel lejano entonces. Serpentea como un río, dentro y fuera de mis días, y sentencia con acierto, cada vez que sus aguas, rozan mis orillas.
No entendí hasta ayer ese “así” de su sentencia.
Era yo, y me perdí.
Los que me conocen bien, saben que siempre fui de pocos y cercanos. Pero en mis elecciones y continuos desaciertos fui perdiéndome de vista.
Los que me conocen bien, saben que charlo en confianza y fui casi siempre, un truhan maquillado de inocente cuentacuentos. Que ofrezco mi sonrisa sin cesar y que soy cruel e implacable en el desprecio. “Otra pena pa mi coño” que diría el abuelo cuyo nombre llevo con orgullo.
Que me gustan los planes en soledad. Que veo tanta aventura en cruzarme la península a pedaladas como en pasear cazando atardeceres. Algunos incluso admiran que de tanto en cuando coja un saco y me pierda, literalmente, en el monte. Crucé fronteras en moto sin luces porque total, ya que estaba, tampoco iba a parar. Los que me quieren bien, de hecho se preocupan, y algunos incluso, envidian esa controlada osadía.
Pero casi siempre elegí creer que el mundo trata bien a quienes se aventuraron, por grandes o pequeñas que fueran sus locuras. Y aunque a veces tuve miedo y pensé “¡Cómo se te ocurre!”, casi siempre tuve suerte y volví a ver amanecer sin mucho sobresalto.
El caso es que en algún momento, entre tanta soledad buscada, entre tanto hijo de puta suelto, entre tanta loca con cuchillos cuyo placer estuvo en devolverme a mi las puñaladas que otros les pegaron, me perdí. Pero de verdad. Perdido de esa forma que entre miedos e inseguridades, te encierra en la oscuridad y las profundidades de tu alma.
Y perdí la sonrisa y la capacidad de abrirme. Perdí esa valentía. Perdí el placer de aventurarme entre desconocidos para no sufrir. Si no entran, no aportan, pero tampoco dañarán. Y con ello perdí la mágica habilidad que tuve siempre para que los demás se abriesen.
Y un día, sin saber porqué, alguien te pide permiso para darte un abrazo. Y otro alguien decide empezar sus días concediéndote dos besos. Lo disfrazan de educación, pero hay algo más.
Hay, en cada gesto de cariño, en quien lo muestra y quien lo pide, un aprecio de lo que eres. Hay, en cada gesto de cariño, un salvavidas a un niño perdido. Hay un rescate desinteresado de un alma escondida en la oscuridad. Y hay, en cada sonrisa que ofrezco y cada mano que tiendo, un reconocimiento y un agradecimiento, a quienes me abren un resquicio en las puertas de sus vidas.
Les reconozco y les agradezco aquí que hayan rescatado a un niño perdido. Que lo hayan acogido y le hayan recordado, que cada persona que nos rodea, convive con sus fracasos.
Que todos tienen su lucha, que todos tienen sus miedos, sus daños y sus errores. Que todo el que pide un abrazo u ofrece dos besos, te reconoce en su necesidad, que aportas una tenue luz a la oscuridad en la que sobreviven. Que a veces es trabajo y otras muchas sus relaciones. Que sobreviven como pueden y como buenamente saben.
Y aquí, en estas líneas me recuerdo y les reconozco, que hayan rescatado a un niño perdido, que ahora sabe a ciencia cierta lo que siempre fue, aunque a veces lo olvidase. Y hagan daño o no, tendrán siempre mi sonrisa, mi mano y mi lealtad incondicional.
Porque nadie puede cambiar las miserias con las que cada uno convivimos, pero siempre fui hábil al reconocer lo bonito en las aventuras de la vida. Somos un instante y un suspiro, y en ese “verte así” de aquella preciosidad indescifrable está la razón para no perderse. Vivir, conversar, bailar, sonreír, acariciar y besar a alguien, abrirle un resquicio en las puertas de nuestra vida, decirles lo que sientes sin esperar lo que obtengas.
Porque nunca sabemos si un pequeño gesto, o una sencilla palabra, puede ser un salvavidas, para el alma de un niño perdido…
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El hada endemoniada y el Ave Fénix…
Hablé muchas veces de esas bolitas de cristal donde guardo los momentos y recuerdos que alguna vez me hicieron disfrutar. Os hablé de mi estantería y de cómo me gusta mirarlos de vez en cuando, agitarlos y contemplarlos congelados para siempre en mi memoria. Unos son de vivos colores, y otros grises como la ceniza. Algunos felices, y otros no tanto.
Viven en ellos mis fantasmas y mis hadas. Y cuando me entra cierta melancolía o me olvido de quién fui, acudo presto a ellos a que me sacudan por dentro y me recuerden qué fui, e incluso qué fuimos.
No podría decir que esta vez acudí yo a la estantería. Más bien se sacudió ella solita. Como si el hada que vive en esa bolita concreta gritase «Estoy aquí». Sin sentido y sin esperarlo. Fue hace meses, hizo una promesa y la cumplió en tiempo y forma. Y por Navidad, como los seres queridos, rompió su encierro entre paredes de cristal y vino a llamar a mi puerta con su sonrisa. Sin intención conocida ni motivo oculto alguno, y supongo que precisamente por eso, se la abrí de par en par. Y se lo confesé. Me resultó curioso abrir la puerta sin más, pues tengo un problema con lo emocional de mi memoria, que es despreciable en el odio e implacable en el olvido. Y aunque pasaran casi veinte años, le confesé que mi última despedida había sido para siempre. Y aún así…
El caso es que salió una agradable noche de puesta al día. De cómo eran nuestras vidas. Fue una sensación agradable no esperar nada y contemplar que fue exactamente como la primera vez. Que salió todo con fluidez y naturalidad, que estuve a gusto sin esperar nada a cambio, por el placer de conversar y pasear. Que pasado el tiempo y sin tener ya sentido el daño, si es que se le puede llamar así a lo que fue, fui capaz de sentarme a charlar con una amiga. Y de nuevo como entonces, esperar que el tiempo no pasara y la noche no acabase.
Y se lo confesé. Le dije que me había gustado mucho estar a gusto y que no hubiera pasado el tiempo. Y creo poder decir sin miedo a equivocarme que sin distancias ni obligaciones, es posible que en vez de un encuentro cada veinte años, pudiéramos mantener una simple y bonita amistad.
Pero tras descubrir juntos las ruinas de la calle Mármoles y sus impresionantes columnas escondidas en el silencio de la noche, paseamos de vuelta y volvimos a nuestras vidas. Cuídate mucho y avisa cuando vuelvas. Lo de siempre. Con formalidad. Y volvió a encaramarse a su estantería y a esconderse en su jaula de cristal. Porque hace veinte años se convirtió en un bonito recuerdo, al que juré no volver a ver, y ahora vino a refrescarlo. Con su sonrisa y una sentencia.
Dos besos, «cuídate» y un «no has cambiado nada» antes de irnos a dormir por separado, como siempre. Decentes y silenciando las indecencias. Porque a veces los ojos lo dicen todo y no hay nada más que decir. Pero antes de desaparecer y girar la esquina del portal se giró con su sentencia: «Eres como un Ave Fénix», dijo justo antes de envolverse en su cristal para volverse a encaramar a la estantería de mis recuerdos.
Y mientras volvía a casa, su sentencia me sacudía por dentro. Eso era. Justo esa era la razón para abrirle la puerta al hada que fue una vez demonio. Que viniese a recordarme entre ruinas romanas que somos el mito que siempre vuelve.
Y yo que venía de tender la mano una y otra vez, para sólo descubrir desprecio y castigo, apreté el puño y piqué espuelas. Dejé rugir a Paula y me perdí en sus revoluciones. Como la vez que me despedí jurando no volver a verla. Pero en vez de hacerlo por ira, lo hacía por agradecimiento. Para que allá donde estén mis hadas y mis demonios puedan escuchar el resurgir del Ave Fénix.
Porque con este hada que fue una vez demonio, entonces y ahora, fui la versión de mi que siempre me gustó ser. La sinvergüenza, la soñadora, la charlatana y la cuentacuentos. La que intentando engatusar, siempre fue incapaz de actuar sin ser señor. La que vivió y disfrutó el simple placer de pasear y descubrir lugares desconocidos. El príncipe sin princesa. El eterno soltero y juglar desordenado que pica espuelas y se va para otro lado. El que jura no volver, pero también el que es incapaz de no abrir la puerta o acudir al rompeolas para curiosear qué es lo que trae el mensajero o lo que arrastra la marea.
Y trajo su sonrisa y su sentencia. Casi veinte años después de jurarle no volver a verla. Eres como el Ave Fénix. Y así será. Renaciendo entre revoluciones, espuelas y senderos desordenados. De aquí para allá en lo emocional y lo laboral. Apagándome poco a poco al perderme para resurgir con fuerza al encontrarme. Ofreciendo mi mano y mis llamaradas a quien llegue y aunque se vaya. Abriendo la puerta de par en par a mis hadas y mis demonios. Mirándolas altivo creyendo siempre que quien perdió no fui yo. Mirándolas con cariño por ser parte de lo que fui.
Así que allá donde estés, y allá donde vayas, mi querida hada endemoniada, gracias por despertar, llamar a mi puerta y tomarte la molestia de venir a recordarme lo que soy y lo que a veces olvidé…
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Un andén a ninguna parte…
Hay lugares que siempre incitan a escribir. Conocéis varios de los que me inspiran, aunque creo que este no lo mencioné jamás.
Me perdí en cementerios con lápidas grises e inscripciones ajadas por el tiempo y la tempestad. Me recordaron siempre la humildad del ser humano ante la vida. Un suspiro, un instante, y hasta siempre.
Vagué por playas oscuras, mientras cielo y mar se fundían a negro. Con el murmullo de olas, la suave arena en los pies, y en la lejanía, un majestuoso faro a modo de vigía. Uno que lo ve todo, uno al que todos ven. Un guía, un ángel de la guarda para cualquier alma perdida.
Como decía, de este nunca hablé. Y los pisé mucho y no siempre a gusto. Sí que es verdad que no son lo que fueron, ni siquiera son los que alcanzo a recordar de mi niñez. No siempre cualquier tiempo pasado fue mejor, y no siempre, cualquier tiempo futuro alberga esperanza. Miente todo aquel que os lo afirme rotundo. Y si no miente, juega con vosotros a las medias verdades.
Mis recuerdos huelen a gasóleo y saben a despedida. Se ocultan tras una niebla espesa resultado de una mezcla maravillosa de humedad al amanecer y tabaco del duro. Se adornan con un regusto amargo a café solo. Uno doble. Añadidle un silbato o un aviso de última llamada. Un último adiós que se ahoga entre lágrimas y un susurro que dice «cuídate». Un alma se marcha y la otra se queda en un andén. Mirando a la lejanía sin faro que le alumbre. Todo lo que tenía se aleja lentamente. Volverá, o no, y prometerlo sería jugar a las medias verdades. Otra vez. Y esta vez no hay faro que guíe sino una niebla que abriga al tren mientras se marcha.
Una estación de tren y sus andenes. Cientos de historias de reencuentros y despedidas, de ilusiones y esperanzas, de sonrisas y lágrimas, todas ellas condensadas en un frío y amplio espacio al que sólo añaden calor el gasoil, el tabaco, el café, y los corazones que se abrazan una y otra vez. De este lugar, nunca os hablé.
Llevo semanas mirándola de reojo. Ha estado siempre ahí y no le he prestado mucha atención. Tiene el encanto de todas las estaciones de tren, por razones e historias obvias. Pero es fría y moderna. Limpia, pulcra, sin humo y sin café del duro. Un par de grandes cadenas te sirven el mismo insípido aguachirle. Pero la miro como decía, y cada día que camino cerca de ella, la miro con detenimiento. Creo que el problema es que ahora sé. Y al saber, la miro con otros ojos.
La observo de arriba abajo esperando no sé el qué. Quizás aparezca. Quizás en una de esas mañanas de vuelta de mis sábanas revueltas. Quizás en uno de mis paseos. Quizás un día, puede que jamás. Y la miro. confieso que a veces entro y observo los andenes. Escudriño cada cara y cada historia, buscando no sé muy bien el qué. La busco sin descanso porque un día supe que estaría, pero lo cierto es que se fue.
Y al rato, hastiado de que los tiempos hayan cambiado, de no poder encenderme un cigarro, tomarme un café y seguir observando oculto tras la neblina, echo una última mirada a un andén a ninguna parte. Quien promete que cualquier tiempo pasado siempre nos parece mejor, quien dice que cualquier tiempo futuro alberga esperanza, os miente. Pero en ese faro que sirve de guía, en ese cementerio que es cura de humildad y en ese andén a ninguna parte y futuro incierto, en ese andén que es hogar de reencuentros y despedidas, siempre prefiero buscarla y quedarme con el maravilloso y magistral final de «El Conde de Montecristo». Ya sabéis, ese eterno «confiar y esperar»…
Vivid, pues, y sed dichosos, hijos queridos de mi corazón, y no olvidéis nunca que hasta el día en que Dios se digne descifrar el porvenir al hombre, toda la sabiduría humana estará resumida en dos palabras: ¡Confiar y esperar!
Un andén a ninguna parte… by Juan José García Gómez is licensed under CC BY-NC-ND 4.0
Un pacto de sangre…
Me gusta pasear y fijarme en las parejas. Han sido buenos días para ello. Ser el otro, el eterno soltero, el mujeriego y calavera tiene muchos inconvenientes que combato en noches de soledad y que se agigantan con el paso, y el peso, de los años. Pero también tiene sus ventajas. Digamos que «yo sé», porque fui el otro tantas veces, que no me quedó más remedio que aprender. Me pregunto si ellos «saben» tanto del otro como parece cuando pasean. Y les miro fijamente buscando respuestas entre sus resquicios. Y sigo paseando, con un cigarro entre los labios y media sonrisa pícara. Si ellos supieran…
El ejercicio de mirar al pasado es cíclico y no siempre es agradable. Va por rachas. Y supongo que ahí también, el peso y el paso de los años juega un papel importante. Todos lo hacemos, antes no lo sabía, y ahora lo sé a ciencia cierta. También han sido buenos días para comprobarlo.
No la vi, no pudo ser, y aunque lo dude, ya tendremos tiempo de averiguar si fue mejor así. Pero la vislumbré tan nítidamente mientras hacía la pregunta que me erizó la piel al recordar. «Todas son rubias y de ojos azules» dijo. Y no, no lo son, aunque como las meigas, haberlas, haylas.
Me recompuse como pude tras la puñalada al costillar. No salieron ni agua ni sangre como en la lanzada de Longinos a Cristo, pero sí mis recuerdos a borbotones. Y creo que fui digno y sincero en la respuesta: A veces hay cosas que no nombras. Hay recuerdos que no confiesas. Recuerdos que le escondes al mundo. Unas veces los escondes en el cajón más apartado para que cojan polvo, intentando infructuosamente que no vuelvan jamás. Vuelven, siempre vuelven a acecharte cuando menos te lo esperas. Implacables e hijos de puta. Otras veces los contemplas en silencio como en su bolita de cristal. Los agitas y los endulzas mientras contemplas como la nieve los cubre.
Decía que me gusta pasear por las calles y observar a las parejas. Ahora yo sé. Y ellos, también saben aunque no lo confiesen. Pasean de la mano sabiendo, en un pacto secreto y no mencionado, que ambos tienen sus cajones y sus bolitas de cristal llenas de recuerdos. Y no, ni siempre las confiesan, ni siempre las olvidan. Siguen ahí. Arrinconadas en las profundidades de un íntimo silencio. Lo aceptamos como unas reglas de un juego al que sabemos jugar todos. No les culpo. Al fin y al cabo, es más fácil enterrar y arrasar con el pasado. Más cómodo y sencillo disfrutar lo tangible del presente, y no preocuparse ni de las vueltas que pueda dar la vida ni de hipótesis futuras. Más vale pájaro en mano se dicen. Callan, se dan la mano, y siguen con sus vidas sin mirar atrás…
Me siento donde acostumbro. Las escalinatas del Archivo de Indias son cómodas y me mantienen a distancia prudente del bullicio. Puedo observar y pasar desapercibido. Me enciendo un cigarro y le respondo en la distancia y mi memoria. Haberlas, haylas, pero no todas son rubias ni de ojos azules. Tú no lo eras.
Son pocas y las escondo. Unas veces porque duelen. Otras porque fueron demasiado y no se lo confesé. Lo que sí tuvieron en común fue sus ganas de charlar y su risa constante. Tuvieron en común que les escondí «Te quieros» que me dio miedo confesar, bien por irracionales, bien por prematuros, o por miedo a que al escucharlo me arrancasen el corazón sus manos desnudas, le dieran un mordisco y dijesen «yo a ti no»
Así que procuro no hablar de ellas y contemplar mis bolitas de cristal. Por ejemplo, en una bolita perteneciente a una vida lejana hay un cementerio inglés. Verde y oscuro, prohibido y al atardecer.
En otra bolita hay una hamaca en una azotea y una noche de verano. Se quedó dormida en mi regazo con las estrellas y un faro como únicos testigos. No pude dejar de mirarla. No le dije «Te quiero» por miedo a que se riese de mi. Dos veces estuve a punto de decírselo en todas las noches que la vi. La otra ya os la contaré.
En otra bolita, en esta que nunca confieso, está ella con su sonrisa, su charla, su pelo revuelto y su moreno agitanado. Se lo habría dicho la misma noche que la conocí. Con la nobleza como testigo y en un pacto de sangre. Dolió como sólo ahora sabe. Se lo habría dicho al recogerla en un aeropuerto inglés. Se lo habría confesado y entregado en una noche de juegos y carcajadas y en un encuentro íntimo y furtivo con oídos al otro lado de la pared. Se lo habría dicho en un paseo empapados, y en una ruta por el bosque, por «su» Bosque. Se lo hubiera dicho tantas veces que ahora no sé si no se lo dije nunca. Tenía cosas que no he vuelto a buscar por miedo a encontrar.
Apuro mi cigarro y los imagino pasear. Se dan la mano y lo hacen felices. Aceptan un pacto que no mencionan ni confiesan. Se pierden entre el gentío y los miro con cierta envidia desde la distancia. Viven y sonríen, arrasando inmisericordes con ese pasado que es más sencillo enterrar. Pongo la música a todo volumen y echo la mirada atrás por enésima vez. Se vuelve con su moreno agitanado y sus ojos oscuros. Le pregunto «¿y si…?». Asiente con una media sonrisa nostálgica desde la distancia. Ahora lo sé…
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Un crupier y dos puñales…
Una vez, hace mucho tiempo, estuve enamorado. Era joven e inexperto. Fue de las primeras. Rubia y de ojos azules. Me los clavó con el mismo entusiasmo con el que un asesino en serie me hundiría sus puñales, fríos y profundos, a la yugular y con dos trayectorias. Volvió a los años intentando no sé muy bien el qué, aunque ya nada encontrase. Curiosamente ya estaba ahí con el que luego sería su marido. La vida es un bonita película con inesperados giros de guion.
Lo curioso de aquella historia es que con dos puñales clavados colgué el teléfono en una cabina, y por suerte o por desgracia, mis lágrimas se escondieron entre la lluvia. Mojado y desangrándome me fui a donde pude. Era una época de juventud en la que salir sólo no daba miedo alguno. Algo encontraría, algo habría que hacer, alguien estaría. Se iba y ya está.
Aquella noche todo pudo haber durado un segundo más o un segundo menos. La conversación, el autobús que me llevó hasta la cabina, el lento y sádico disfrutar de sus puñales helándome el corazón, aquel coche que me permitió cruzar, y aquel otro que no lo hizo. Un segundo más, o uno menos. Todo duró lo que tenía que durar, para que yo llegase a un paso de peatones, reconociese a una figura, balbucease su nombre, y años después de conocerla, me la encontrase en mi ciudad, de turismo con sus padres. Lo pasamos bien. No sucedió nada reseñable. Paseamos, les enseñé Sevilla, bebimos, reímos y nos pusimos al día. Me ayudó a cicatrizar estar distraído en otras cosas y con una cara familiar. Un segundo más, o uno menos, habría cambiado el semáforo y habrían cruzado perdiéndose para siempre. No los volví a ver, exactamente igual que a la de los ojos como puñales. He contado esta historia muchas veces, y cientos he pensado en ella.
Me gusta salir a andar. Le cogí gusto hace ya tres años. Música, gafas de sol, ropa deportiva, un café, para llevar o en una terraza tranquila. Y soy feliz. Si puedo, intento acabar el día así. Un par de horas de caminata, de vistas, de caras desconocidas que no volveré a cruzarme, alguna sonrisa furtiva en raras ocasiones, y poco más que contar. Mucho que pensar. Un par de horas de caminata a paso ligero dan mucho para pensar. Y casi siempre tengo esa historia presente. Un segundo más, o un segundo menos. Un giro a derecha o izquierda, o un atajo por aquella bocacalle. Cada caminata es parecida, pero casi nunca igual a otra. Intento evitarlo. Digamos que tengo rutas cortas y rutas largas, las varío y las alterno, pero siempre intento que sean distintas entre sí. Tienen inicio y final, pero el rumbo es medianamente desconocido. Más divertido así.
A veces descubro con gracia que algunos de los sitios por los que paso ya los conocí. Que ya estuve allí en otro tiempo. Cada esquina con su recuerdo. Cada giro con su mirada curiosa. Cada paso con su entreabierta sonrisa y su «ya volveré por aquí». Es una especie de «Lágrimas y asfalto…» a los que ya escribí una vez. Paseas, sonríes y sigues.
Otras veces simplemente fantaseo. En cada giro, en cada elección, siempre hago un ejercicio cruel. Pienso en lo que me voy a encontrar, y en lo que me hubiera encontrado de haber elegido la opción alternativa. Si camino por una calle concreta veré algo o alguien que me llame la atención. Pero ¿Qué pasaría si elijo la paralela? Cada elección conlleva dos vidas: la que vives, y la que hubieras podido vivir. La crueldad del ejercicio radica en que las elecciones son infinitas. Y aunque fantasee con saberlo, no sé si querría saber lo que viví y conocer lo que perdí. Sería ver la línea temporal de la vida de múltiples versiones de mi. Una jodida maldición.
A veces tuve encuentros fortuitos. Otras no. A veces me encontré con mi pasado. Unas veces me alegró tenerlo de frente. Otras lo esquivé. Cambié de acera para no cruzármelo al avistarlo desde la distancia y tras el anonimato de mis gafas de sol. O no sabía cómo reaccionaría, o no me fiaba de mi reacción. Siempre, encontrándomelo o no, pensé en si se acordarían de mi y de nuestros rincones como yo me acordaba de ellos. Si en el arcón donde cada uno arrumba sus fantasmas, guardan un sitio para mi. Si en la miseria de sus malas borracheras, el viento susurra mi nombre alguna vez. Es algo tan humano. Nunca lo pregunté. Dios sabrá qué…
«Dios no juega a los dados» dicen que dijo Einstein. Estoy de acuerdo. No, seguro que no le gustan los dados. Estoy convencido de que le parece mucho más divertido concedernos la ilusión de libre albedrío mientras ejerce de crupier en una mesa de póker. A un lado nos tiene a cada uno de nosotros. Al otro lado, la vida. Y reparte sus cartas marcadas con una pérfida sonrisa sabiendo que nos da una y nos quita las otras. Cada mano que reparte nos esconde la que hubiéramos tenido. Lo dicho, una crueldad infinita. Sólo uno en esa mesa sabe a lo que juega.
Y es así como paseo, y supongo que así es como me gusta vivir. Dejamos a nuestro paso una estela de cadáveres. Cada relación social, cada interacción, cada recuerdo, cada sonrisa, cada vivencia, cada confesión, cada entrega, cada puñal, cada momento. Todas y cada una de las cosas que vivimos van quedando poco a poco atrás. Son las leyes de esta vida. Lo viejo debe irse para que se abra paso lo nuevo. Un día nos iremos nosotros. Pero hasta entonces, miras atrás y ves los cadáveres flotando en el mar. Son una estela reconocible, puedes saltar de uno a otro con una sonrisa entreabierta viendo lo que te aportaron y lo que te enseñaron. Aquellos ojos azules, fríos como puñales, me enseñaron al destrozarme, a pasear con los ojos abiertos y explorar cada rincón. Un segundo más, o uno menos. Todo desde aquella lejana y lluviosa noche se ha vivido así.
Hay una niebla blanquecina en la sala mientras escribo. Huele a cerrado y a bebida de la dura. Levanto los ojos y me encuentro los suyos escudriñándome de arriba a abajo. Le da una buena calada a su cigarro. No le cuesta mantenerlo en la comisura de los labios al sonreír. Lleva haciéndolo desde que el tiempo es tiempo. Dejo el lápiz y papel, y capto el mensaje. No habla, no lo necesita, le basta con mirarme inquisidor mientras sonríe juguetón. Dios me enseña dos cartas, mientras insinúa con un guiño que puedo vivir una y castigarme pensando cómo hubiera sido elegir la otra. Le sonrío de vuelta, me enciendo un cigarro yo también. Le desafío, que a mi manera como Sinatra, que no temo sus cartas marcadas, que no olvide cuando me llame que de genio tuve poco, pero que figura, hasta la sepultura. Que un segundo más, o uno menos, cuando me llame a su lado caminaré por el patíbulo desafiante, altivo y saludando al tendido. Que Dios reparta suerte, que aquí se viene a jugar, a pasear, a vivir y a morir…
Un crupier y dos puñales… by Juan José García Gómez is licensed under Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 International
El cielo de las ex…
Este texto son dos en uno. El que ahora tenéis delante es público. El otro jamás lo escribiré. Ya no queda quien lo lea y no se lo daré. Ese es mío y para siempre, escrito en un papel y revuelto en un cajón. Aparecerá con los años supongo, y sé que sonreiré al releerlo porque cada texto es un pequeño rincón lleno de recuerdos de quién fui, cuando, y con quién. Ese es el texto del perdón y de la vergüenza, el de los «te quiero» que nunca llegué a decir. Ese en el que derramé palabras para evitar derramar lágrimas.
Este que sí puedo publicar es un poco más tunante. Es el del truhan y vividor. El que me gusta releer de vez en cuando para no arrojarme de cabeza al infierno de mis fantasmas. Este se lo debo a una muchacha en su ventana, y a una conversación reciente entre los pocos leales que quedan ya, que pueda llamar amigos. Reímos y dolió, y en esos dos verbos se resume la vida. Vivir no es nada más que eso. Se nace entre lágrimas, se vive alternando sonrisas y dolor, y al morir se vuelven a derramar unas, y se recuerda con las otras a los que se fueron.
De todas, a esa muchacha y su ventana, hay algo que la convierte en especial. Ella no lo sabía hasta ahora. Es la única que me quiso sin dobleces. Lo sé porque ahí sigue de vez en cuando. Pregunta, contesto, y poco más. Sé que tiene una vida bonita, y seguro la merece. Es fan leal de mis palabras, y ni merezco que siga ahí, ni merezco que quiera leerme, ni desde luego creo que mereciese todo lo que me dio a cambio de lo muy poco que le di. Ojalá haberlo hecho de otro modo, pero me alegro por ti de que no fuese así.
Estos días la cosa fue de estrellas. Hablé de ellas y las puse como ejemplo. A veces me gusta pensar en ese universo infinito. Con cantidades de espacio, materia y tiempo que escapan a nuestra comprensión. Miles de millones de años hacia atrás, y con futuro incierto en sus teorías y otro buen puñado de miles de millones de años por delante. Es un genial ejercicio de lectura y humildad para una noche sin planes. Coged las estrellas desde su formación, cada átomo, cada partícula, intentad verlas expandirse, transformándose sin destruirse. Coged ciertos elementos de la tabla periódica, dejad que Dios los mezcle en una coctelera, contad especies que evolucionan y se extinguen, multiplicadlo por miles de años pensando en la imposible absurdez que resulta imaginar que dos personas, que vinieron de no sabe quién ni de cuantas uniones pasadas, decidan unirse una vez se han encontrado por vete a saber qué coincidencias. Podían haber vivido otras vidas, pero tanto las que vivieron como las que se frustraron, las llevaron justo a ese instante en el que coincidir. Un instante en miles de millones de años. Una coincidencia minúscula en un vasto universo. Dejadlas que se besen y sonrían, y que con un poco de suerte decidan compartir el suspiro que representan sus vidas en un universo inmenso y que vivió miles de millones de años, y todos los que le queden por delante. Un mísero suspiro.
¿Y si no tienen suerte al coincidir? En ese caso aparecen esos leales amigos, te quitan la absurdez de la idea de perderte en las estrellas y de repente uno zanja «Ahora no está, ahora está en el cielo de las ex». Y deja de doler y ríes a carcajadas. Otra más, infinitas como estrellas en el cielo. Ríes con ellos, ríes altivo ahí, y escondes tus miserias en el texto revuelto en un cajón y que nunca entregarás.
Y lo cierto es que lo siento, muchacha en la ventana. Eres otra estrella en el cielo de las ex. Ya no duele, pero siento que lo pudiese hacer. De hecho, te reconozco aquí que seas la única que sigue. De triste que pueda parecer, te da una medida de lo especial que fuiste, al reconocértelo. Gracias por estar entonces, y por preguntar de vez en cuando. Estos días apareciste. Dijiste «escribe», respondí «quizás» y suplicaste «ojalá».
Así que aquí estoy pidiéndote un último favor a cambio de concederte un texto más. Al cielo de las ex en el que habitas, rodeada de infinitas estrellas, va de camino una nueva vecina. Cuídamela. Brilla cuando sonríe, la reconocerás.
En nuestro instante de coincidencia, minúsculo, tuvieron buena parte de culpa el viajar, el vivir fuera y el volver. Encontrarnos cuando podíamos no habernos cruzado jamás. En nuestro instante temblé, como sólo hice contadas ocasiones. Jamás la besé sin ganas. En nuestro instante fui torpe como casi siempre. O lo fuimos los dos. Ojalá haberla abrazado fuerte para que no se fuera. En nuestro instante supimos amarnos, y no supimos cómo reconocernos y tenernos paciencia. Nuestro instante murió como estallan las estrellas. Fue efímero e intenso, especial, o al menos así lo sentí y así me gustaría recordarlo. Reí mucho y me gustó casi siempre ser quién era cuando estaba a su lado. Ese instante, ese suspiro, se perderá en lo inmenso del universo y en lo efímero de la vida. Acabará siendo un trazo más en el lienzo que es vivir. Como todas, como casi siempre.
Por eso, muchacha en la ventana, te pido que la esperes. Que la pongas a tu lado. Que la reconozcas cuando llegue su sonrisa. Que la mantengas cerca, que fue especial aunque quizás no se lo crea. Díselo. Cuéntale que tú lo eres, que contigo fui también torpe y aún así tuve mi encanto. Dile que en mi cielo de las ex las estrellas son incontables, pero que unas brillan con más fuerza que otras. Que siempre las miro, que son mías, que nunca se fueron y que están ahí.
Que aunque riese a despreciables carcajadas con el comentario, hay cierto romanticismo en pensar que todo lo que soy y todo lo que fui, me acompaña de vez en cuando al mirar arriba. Os reconozco a todas, y todas tenéis, vuestro espacio y mi cariño, en el recuerdo.
Habitad ahí arriba en la efímera eternidad que es mi vida. Sed felices. Que la vida os trate bien. Miradme de vez en cuando. Os buscaré y os sonreiré en la distancia. Hablaré de vosotras. Os cambiaré los nombres para que no haya víctimas inocentes. Sabréis quienes sois y quienes fuisteis para mi. Y yo, torpe, arrogante, orgulloso, truhan, vividor, seguiré adelante cual genocida del amor poblando un cielo de estrellas con mis cadáveres y sin confesar jamás que os echo de menos, más de lo que me gustaría. Y cuando el universo infinito y casi eterno suspire su último aliento, sabrá conmigo en un cómplice silencio, que fuisteis una minúscula y efímera coincidencia, y que agradezco a Dios que añadiese una pizca de vosotras al cóctel de mi vida…

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Los bajos del Gran Río…
Los bajos del Gran Río…
Nunca le di forma a estas líneas. Supongo que me las debo desde una tormentosa tarde de la primavera pasada. Y hoy, al atardecer y tras una breve lluvia, sonaron de nuevo en mi cabeza las notas de esta canción que no escribí.
Ya había estado allí, aunque lo olvidé.
Estuve allí hace años, una tarde a veces, una mañana después, toda una noche sin prisas, y también algún despertar. Volví también años después. Estuve tantas veces, que lo había olvidado. Y olvidarlo fue la primera de las faltas de respeto a lo que fui y a lo que soy. La segunda falta quizás, más desenfadada, alegre y vividora, fue la de repetirlas sin el más mínimo atisbo de vergüenza. Supongo que al menos, me permití que fuesen diferentes entre sí. Si no fue así, o no intenté que lo fuesen, la verdad es que tampoco pienso pedir perdón por ello.
Realmente estuve allí aquella tarde lluviosa, pero no es allí donde empezó. Supongo que si buscamos el comienzo fue cuando ella tendría quince años, éramos niños los dos, y entre sevillanas y rebujito, me perdí en sus malditos ojos azules y su pelo rubio como el Sol. Y digo malditos porque llevaba el «te voy a hacer daño» escrito en ellos. Pero no se lo tengo en cuenta, fui voluntario a esa muerte dulce.
Y desde entonces, vayan ustedes a saber por dónde va la cuenta. Ya os dije que había estado allí hace años, y tantas veces desde entonces, que no sé cuantas volví. Podría llenar una enciclopedia con sus nombres y aún así me quedaría corto. Unas veces me enorgullecí de ello, fanfarrón y petulante, las otras, las más, me sumí en la vergüenza más absoluta. Quizás no valía más que para ello y con ello me castigaba, pero vayan ustedes a saber, a estas alturas, que me quiten lo «bailao»
Volví aquella tarde lluviosa, y tras besarla con ganas, miré a mi alrededor y me di cuenta de que allí ya había estado. No creo que ninguno de los rincones que esconde el mundo puedan superar ante mis ojos a mis vivencias en esos bajos del Gran Río. Por allí volvían los barcos cargados del oro indio, y allí, con palabras como rubíes, engatusé a más de una desprevenida. Eso fui, eso soy, y supongo que de nuevo y a estas alturas, poco podré cambiarlo.
La besé con ganas decía, y no volví a soltarle la mano aún conduciendo hasta que me despedí cortésmente al dejarla en su portal. No volví a verla y tampoco me apetecería. Y si se preguntan la razón, no la busquen, no la encontrarán. Pudo haberlo sido todo y fue absolutamente nada. Yo te dije, tú dijiste, y nada más. ¿A quién le toca? Siguiente. Al menos y eso se lo reconozco, me recordó que ya había estado allí, así que un saludo si alguna vez lo lees.
Pero ese «a quién le toca y su siguiente» no son tan fríos como parecen. Algo queda y a veces duele. A veces horas, otras días y otras vayan ustedes a saber si no siguen ahí, como fantasmas recordando el daño que hiciste y el que te hicieron, como mojones de carretera marcando los kilómetros que llevas o como puntos en un lienzo blanco que al unirlos dibujan perfectamente lo que fui y lo que soy.
Le di la mano como en aquel texto y no se la solté hasta llegar a casa. Y no volví a verla. Sin más. Gané y perdí tantas veces que a veces sonrío al recordarlas. Pero siempre entregué esa mano y besé con ganas. Como si fuera la última vez y por si lo era. Y luego generalmente, hasta la siguiente. No siempre fue mi culpa obviamente, pero fue así como pasó.
Lo que no pasó tantas veces fue temblar mientras lo hacía. No tantas preguntaron, lo provocaron ni tantas lo notaron. «¿Estás temblando? Sí» y en todas ellas perdí a alguien que me hubiera apetecido. Y esa era una bonita e incontrolable señal, aunque algunas no supieran leer entre líneas. Y con todas ellas creo haber sido decente y tener la conciencia tranquila.
Estuve allí, y aunque a veces, como ahora no consiga verlo, acabaré volviendo. Porque eso es lo que fui y porque eso es lo que soy. Y no me apetece esconderlo. Me apetece vivir aún perdiendo, jugar para ganar y hundirme en la derrota. Saberte destrozado por unos malditos ojos azules y un pelo rubio como el Sol. Resurgir en los bajos del Gran Río otra vez, e irme a casa con la Victoria entre mis manos. Me apetece besar aunque se quiten, entregar mi mano aunque me nieguen la suya. Desnudarlas mentalmente antes de hacerlo por si al final no lo consigo. Besarlas con ganas por si es la última vez que lo hago. Quedarme, siempre, a dormir, para que cuando me levante, y siempre, recuerde que estuve ahí. En fin, vivir, amar, reír, llorar, ganar, perder, estar, quedarme, un abrazo, dos despertares, un desnudo y un temblor. Un café, buenos días, aquí estoy, contigo, justo donde me apetece estar, buscarte y encontrarte, volver a temblar, quedarme dormido, despertar y buscarte, vivir, de la única forma que sé, vivir amando, enjugar lágrimas, siguiente y volver a amar. Porque de la única forma que merece la pena vivir es amando, ganando, perdiendo, no rendirse y seguir, engatusarte en los bajos del Gran Río y mirar atrás sonriendo sabiendo que estuve allí. Y aquella lejana tarde en la distancia, como uno más de esos puntos que se unen en mi pasado, estuviste allí, y yo, temblé contigo…
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Un reflejo en el espejo…

Quizás este no sea el cuento que me gustaría contaros, pero tras algunos meses disfrazado de cuentacuentos, es el que me sale, y la verdad es, que desconozco su final. Supongo que ahí reside la magia de los cuentos. No todos tienen que tener un final redondo, o sencillamente feliz. A veces no lo tienen. En ese sentido me viene recurrentemente a la cabeza el maravilloso «cuento» de Edmundo Dantés. No puedo dejar de sentir un cierto regusto a sinsabor cada vez que al leerlo le veo partir, una especie de «Sí, pero…»
Como decía, llevo meses disfrazado de cuentacuentos. Y la ventaja de los cuentos es que por infeliz que pueda parecernos a veces su final, siempre tienen una historia que contar. Es la ventaja con la que juegan no sólo los escritores y juglares al crearlos, sino también la de su público y lectores al disfrutarlos. Hay en los cuentos un proceso de creación que no termina hasta que cada uno de nosotros generamos una emoción al terminarlos. Y a veces, la mayoría, ni siquiera acaba ahí. Basta con dejar que te los vuelvan a contar tiempo después para que incluso lo que un día provocó lágrimas, provoque entonces una sonrisa. Y es que puede que como al buen vino, a veces haya que dejar a los cuentos que maduren en barrica de roble.
Disfrazarme de juglar y cuentacuentos estos meses ha tenido sin duda efectos positivos. Repara el alma mirar atrás y pensar en ciertas cosas que viviste. Sin embargo, y dejadme volver a las barricas, también un cuento, como el vino, puede agriar. Uno de los agridulces de estos meses ha sido precisamente ese mirar atrás. Resulta que cada vez hay que mirar más lejos. Resulta que cada vez hay que esforzarse más en recordar, y resulta que cada vez, este juglar se permite más licencias al contarlos, porque lo cierto es que cada año recuerda menos y empieza a tener que rellenar lagunas. Cosas de la edad supongo.
Y es que mirándome al espejo el otro día, me di cuenta de que empiezo a peinar, contar y eliminar canas, más lentamente de lo que salen. Rápidas e implacables son las hijas de puta. Mantengo aún, inocente, cierto toque de divo esforzándome en ocultar lo que el espejo te devuelve. Y justo ahí, en ese reflejo que no siempre gusta, me animé a contaros este cuento.
Tengo una foto en mi cuarto. Una polaroid de color incierto y ajado por los años. Creo que no tengo más de diez. Pelo decentemente largo y brillante y una especie de chándal que parece blanco. Estoy montado en KITT, el coche fantástico. No en una réplica no, en el auténtico. Vayan ustedes a negarle a ese niño aquella noche a la salida del Circo que aquello era una réplica. Van a necesitar toda la suerte que puedan reunir.
Como decía, peinar canas y rellenar lagunas son todo uno. Creo que necesito de esas fotos para que lo que recuerdo en una especie de nebulosa obtenga cierta nitidez. Pero sé que en aquellas noches de Circo también monté en elefante, y sé que me sorprendió y me llamó la atención el pelo marrón que tenía en su cabeza gris. No era denso. Cosas que se le quedan grabadas a un niño, y que décadas después recuerda nítidamente cuando es incapaz de dar mucho más detalle. Nebulosa, ya saben . Sé también que mis padres estaban ahí, viéndome y protegiéndome silenciosos en la cercana distancia. Pagando, y bien, para que algún circense tirase las fotos. Viéndome sonreír aunque en la foto de El Coche Fantástico esté embobado con el salpicadero que me hablaba y no mire ni al cámara.
Y recordando, recordé, lo mucho que me llamaba la atención entrar en la sala de los espejos. Fuera de Circo y Feria había cierto y conocido centro comercial que tenía un efecto similar en sus probadores. Un espejo enfrente del otro que crean un efecto óptico infinito que puede hacer que tu madre se desespere por lo mucho que tardas en probarte la ropa. Claro, tú estás contando cuantos sois al otro lado del espejo. Hasta que entra hecha una cariñosa fiera, te zarandea, y te abrocha el botón porque la fiesta no está para bromas. Nebulosa de nuevo.
Y en eso he estado estas semanas. Mirando espejos y su reflejo. Contando cuentos pasados. Peinando canas. Maldiciéndome por contar cosas que pasaron y darme cuenta de que hace ya tanto tiempo de ellas que muchas de las personas a las que se las pueda contar ahora, no es que no hubieran nacido, es que aún tenía yo que vivir la mitad de mi vida para que ellas nacieran. Joder o cojones. Cualquiera de las dos valía como expresión al darme cuenta de lo que acababa de pasar. Estás hablando de cosas que otros no pueden siquiera recordar. No habían ni nacido. Cállate abuelete. Por mucho disfraz de juglar y cuentacuentos que te pongas, hay realidades que no puedes ocultar. Y duele. ¿O no?
Pues no del todo. Veréis: volví a mi espejo. E imaginé a aquellas copias infinitas de los espejos en el probador. Las vi a todas y cada una de ellas. Envejeciendo, sí. Cada vez una arruga de expresión nueva, a cada mirada una cana, una cicatriz que no estaba en la copia anterior. Sonriendo maliciosas como diciéndome «ya no estamos, y no volveremos». Y a cada cosa que me lanzaban, infieles, traidoras e inmisericordes con mi edad, les fui devolviendo mis recuerdos.
Crucé Europa en moto, y España tantas veces en bici que no puedo ni ajustar cada recuerdo al viaje correcto. Amé, y traté con desprecio a tantas que debí amar y con amor a tantas que debía haber ignorado, que ni aún pudiendo vivir mil vidas podría compensarlo. Viví en otros países e hice el amor en demasiadas lenguas. Monté a caballo al amanecer, y al galopar al alba me sentí libre. Navegué en ríos y océanos. Naufragué en tempestades y lloré porque aquel Optimist se hundía y no podía aguantarlo a flote si no venían a ayudarme. Sangré, sangré mucho. Una vez por cada cicatriz. Tengo una en el labio que ahora me recuerda cada día el reflejo en el espejo. Bailé borracho como si no me importase nada. Me peleé también, y no siempre salí victorioso. Jugué mucho y gané, aunque perdiese más. Aprendí otros idiomas. Nadé desnudo en los fríos mares del Norte y vi los atardeceres más bonitos del mundo.
Viví cosas que no contaría a casi nadie de los que me importan. Estuve a punto de morir varias veces que yo sepa, y a veces las cuento con sorna y socarronería. Imaginaos las veces que pude haber muerto y ni siquiera soy consciente de ello. Las dos últimas las tengo claras eso sí. No hace mucho más de un año. Aquella moto y aquel stop oculto, aquella curva a derechas, aquel cruce y aquel camión que si llega a pasar diez segundos antes, aquí paz y después gloria. Para, fúmate un cigarro, te lo mereces. Lo mismo hice en aquel secarral con la bici y sin agua ni cobertura. Para, busca sombra, fuma y que se te pase. Y se pasó. Y aquí estoy.
Y eso le dije a mis «yo» del espejo mientras se reían de mis años y mis canas. No puedo esconderlas, y realmente, no quiero. Estoy aquí, y viví tanto y tengo tanto que contar que disfrutaré recordando nebulosas, disfrazándome de cuentacuentos y rellenando lagunas con licencias creativas mientras vea los ojos ávidos de aquellos que me escuchen. A veces lo hacen desnudas, y otras, no pudo ser. Pero no debe en mi edad haber vergüenza ni lamento, porque cada uno de esos años refleja una de esas copias infinitas que fui yo y que seguiré siendo.
Así que entré de nuevo al probador, les devolví una sonrisa pícara a mis reflejos y me fui por donde había venido. Ahí podían quedarse infinitos. Ya volvería pasados los años a que me recordasen que no era el que fui, y yo a restregarles todo lo que había vivido desde entonces. Cerré la puerta con llave y me puse la sonrisa de vividor y cuentacuentos. Como siempre, como siempre hizo la copia de mi de la que me siento más orgulloso. Con una mano tendida a quien quiera cogerla, y una sonrisa dispuesta a despertar a quien quiera que le cuente cómo eran los atardeceres más bonitos del mundo…

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Don’t look back in anger…
A short note to say that this is my first text ever written in English. Forgive any mistake and please point me in the right direction. Wasn’t so bad at writing in my own language, and there was a time I used to do it a lot, so I hope trying in a different one isnt’ so bad…Enjoy it, share it, or not! 🙂
Don’t look back in anger, or so they say. Or at least, so they said in the song. «Sorry but guilty» I wrote the other day about it. And I did, I looked back in anger and I guess that I don’t feel bad about it. Sometimes is just part of the healing processes that now and then we have to go through in life. It’s probably just another step. I guess it’s just easier to forget and to move on when you embrace the anger, and when you let your hate to take the reins of your faith.
I’m not trying to say that it’s a lovely thing to do. Neither I feel great about it. But sometimes, life is just what it’s, and I was usually fine taking it that way.
I guess that each one of us might have different options to go through painful experiences. Life only taught me two, or I was just never interested in any other. Since hidding in a corner many years ago and having a swim in my own tears was not quite enjoyable, I learnt about the other option. Embrace your anger, rise and grow your hate like a farmer with his seeds, and let it flourish and do the job for you.
Get deeper in the darkness of your soul, and when you get scared enough about what you hide in it, about your own miseries as a human being, just keep going deeper and welcome everything you might find there in all its glory. And I can tell you that human beings can be wonderful for the good, but also for the darkest thoughts they can host and create in their minds. So don’t you be scared about it, as long as you can keep them inside and they don’t hurt anybody that you may care about.
Do not look back in anger, or so they say. And I did, guilty. For countless hours and days, in many dark nights before going to sleep. Awake for hours trying to forget, but only falling when I let my hate to destroy it all. And then, and only then, to have the sweetest possible dreams and to wake up the following morning healed and repaired, at least until the next fall to come.
Always considered myself somebody with his heart in the right place. And I guess that those few who know me well won’t say otherwise. I like to see it that way at least. It makes me feel better. But there are edges to myself that I like to polish now and then. The dark ones, so they can shine in all its beauty, might and power when I need a hand from them. And they willingly come to the rescue as requested and on short notice asking for nothing in return.
There in their corners hide deep, waiting for a call to come to my rescue. Sometimes was just love, some others the so called friendships when they were nothing but poor relationships. Sometimes were just business and some others just life. Most of the time were to be used against disgraceful human beings that we meet in our journeys, and some others against God himself for stealing those that I cared about from my side. And neither from my own darkness or from God himself I was scared. I like to talk to him I often say. And he has my word that we’ll sit down over a cigarrette and a coffee so we can together settle our debts when the time comes and he calls me into his office. Eye contact and proud of what I did and what I said. And only to him the right to judge or to question. But my eyes in his, chin up, claiming back all that he kept away from me. All that I owe him I’ll happily pay, but he better pays me back what he stole.
And when the storm of my hate flew away, I looked back again and there was no anger anymore. Just a few flashbacks of the happy memories that were left behind. Most of them related to love and human beings that just after my hate got to polish them for me, were shining again in all their beauty. Forgotten and buried deep in my past. Left behind and for good, but beautiful and shining memories once again. They were real, and I lived each single one of them, and enjoyed them until God, Life or the miseries of other human beings stole them from me.
Do not look back in anger, or so they say. And I did. Guilty. I just don’t anymore…but trust me when I say that I will do it again as many times as needed. Because only then, only when the storm throws its lightnings of hate and destroys it all, only when is gone, you get to see the sunset shining over some parts of the horizons of your past that happened, and those, weren’t so bad after all…
Do look back in anger and hate, and destroy it all. Or so they say. And then, admire what you did and what you lived. Because it was real, and it was beautiful…

Don’t look back in anger… by Juan José García Gómez is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional License.
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