Gloria…
Se llama Gloria, y dudo bastante que vuelva a verla alguna vez. Supongo que llevo ya el suficiente tiempo en tierra extraña como para reconocer un acento amigo entre tantos sonidos. Esa es paisana me dije, mientras Gloria iba y venía preparando cafés en un Costa, en una vulgar, monótona, masiva y occidental estación de servicio en algún lugar cercano a Exeter. Apenas le vi la cara, pero ese hablar me resultó más que suficiente. El nombre, también ayudaba.
Creo que a veces pienso demasiado. Soy capaz de mantener una conversación y al mismo tiempo darle vueltas a la cabeza. Supongo que por eso sobrellevo medianamente bien la distancia y estar en el medio de ninguna parte. Digamos que me basto y me sobro.
Por la mañana, horas antes de conocer a Gloria, había estado en un lugar que no había visto antes en las guías turísticas, ni en las ofertas de viajes de El Corte Inglés. Lo cierto es que tampoco conozco a nadie que lo visitase en un viaje de bodas o de fin de carrera. Allí trabaja Ana, y visitarla era motivo más que suficiente para conocer un nuevo rincón.
Marazion tiene un bonito castillo, en un islote en medio de la costa sur de Inglaterra. Muy parecido al mas viajado y visitado Mont Saint Michel, aunque bastante más modesto. Marazion tiene eso, y poco más. Aunque allí esté mi amiga, y de cualquier calle o del rincón de una taberna pudiera salir el Capitán Ahab reclutando pobres diablos a los que enrolar en el Pequod.
Así que allí subimos, mientras soñábamos con vidas de hace siglos, de otros tiempos, de sables y duelos, de princesas cautivas y mensajeros a caballo. De asaltos a la fortaleza, truhanes y viajeros haraposos. Y lo comentamos en alto un par de veces, aunque yo al menos (y conociéndola, ella hacía lo mismo) no paraba de darle vueltas en silencio.
Y la conversación siguió sin pausa mientras nos íbamos poniendo al día. O quizás, fuera el día anterior, no lo recuerdo, yo estaba ocupado reclutando aliados para ir a las cruzadas a conquistar Tierra Santa.
¿Cómo lo hacen? preguntó ella. No lo sé, respondí yo. Porque jamás me resultó fácil conocer a una chica nueva, dar el primer paso, y decir sin miedo al fracaso «Hola, ¿qué tal?». La verdad, es que nunca sé a ciencia cierta cómo hice cuanto hice en ese sentido. Aunque hecho está, y quizás eso es lo único que importe.
Así que allí estaba, delante de Gloria, pensando en todo eso y más, mientras ella me preparaba un café con leche que me permitiera seguir haciendo kilómetros. Era rubia, y no muy alta, y aunque no alcanzaba a verle la cara, no parecía sonreír demasiado. Supongo que es lo que tiene ser un apátrida, un maldito desheredado por una madre patria ingrata que escupe sin cesar a sus jóvenes por el mundo. Unos lo llevan mejor que otros supongo, pero todos están lejos de casa aunque hayan encontrado un camino nuevo.
Sudé un poco y tartamudeé como pude. Eres española ¿no?. Y no se inmutó. Intenté articular algo coherente de nuevo, y sin llegar a decirlo, supongo que se percató del intento, y entonces sí, reaccionó. Supongo que algún sonido le resultó familiar, aunque tras dos años perdida por tierras inglesas, ya nada le suene demasiado familiar. Le quedan dos semanas y volverá a casa, curiosamente en el sur, en Huelva, concretamente en Cartaya. Afortunada ella, supuse.
No la vi sonreír en lo poco que duró la conversación, aunque no la culpo por ello. Iba y venía haciendo cafés, mientras yo, con mi sonrisa estúpida y mis sudores fríos, esperaba de pie con el café en la mano, sin animarme del todo a indagar ni saber que decir.
En un mundo de cruzados y viajeros harapientos, en un mundo de mensajeros, castillos, doncellas, de piratas con furcias esperando en cada puerto, de banderas negras ondeantes al viento, en un mundo sin más nación que la que te hace defender un puñado de doblones de oro, en un mundo de honor y caballeros, en el que los ladrones malviven y no gobiernan, en un mundo al fin, en el que tu vida vale el precio de dar un mal paso y acabar ensartado contra cualquier esquina, supongo que yo, sabría gestionar esas situaciones. En este mundo nunca supe, y con Gloria no fue menos.
Así que mientras ella iba y venía, y yo sudaba cual imbécil que no sabe que decir me callaba para siempre lo que quería decirle.
Rubia, no muy sonriente, porque tras dos años buscándose la vida, apátrida y desheredada, y sabiendo a qué nación desierta y desagradecida, arrasada por unos pocos que bien merecen ser colgados del palo mayor de cualquier bajel pirata, volverá en dos semanas, quizás ya no le queden muchos motivos para hacerlo. De Huelva, de Cartaya, que lleva dos años en algún lugar de Exeter. Cuéntenselo si la ven.
Cuéntenle que no quería casarme con ella. Digan solamente que la hubiera esperado al término de su turno, para invitarla a un café porque me hizo sentir menos sólo. Somos muchos, silenciosos, repartidos por medio mundo y en cualquier inesperada y bulliciosa estación de servicio. Ajenos a todo, alejados de todo lo que nos importa. Decidle que le deseé suerte para las dos semanas que le quedaban, encantado Gloria, y me perdí sin mirar atrás hasta que estuve bien lejos y enjugué mis sudores y mis torpezas. Y allí, sentado y con mi café, pensé que aún perdido en medio de ninguna parte, sin saber que decir ni que hacer en situaciones parecidas, viviendo en un mundo sin piratas pero lleno de ladrones sin honor, en un mundo en el que no puedo llevar una espada para pasarlos a todos por la piedra, ni ir de puerto en puerto ni de furcia en furcia, en un mundo desagradecido como este, no estaba solo.
Somos cientos, silenciosos y trabajadores, con nuestras penas y nuestras pequeñas alegrías, recorriendo rincones que muchos otros jamás imaginarán por más que cien vidas vivan. Y aunque no la vuelva a ver, aunque no supiera que decirle, encontrarme a Gloria me hizo sentir menos sólo, y aquí, en medio de ninguna parte, sentirse menos sólo es sentirse un poco normal, un poco más cerca de casa…
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