A veces merece la pena escuchar…
No volveré a verlos. Y posiblemente, si lo hiciera, tampoco los reconocería. Los encontramos mi primo y yo en un lugar perdido en Galicia llamado O Cebreiro. En verano, quizás tenga algo de vida, pero hace tan solo dos semanas, era una mísera aldea con una coqueta iglesia, un bar, una tienda de souvenirs del camino, un albergue a una quinta parte de su capacidad y unas vistas impresionantes. Eran de Jerez, un padre y su hija de trece años. Venían desde más allá de Roncesvalles, y los 150 kilómetros que nos separaban de Santiago eran para ellos el suspiro final de un largo y tortuoso viaje y para nosotros un ameno pasatiempo a punto de comenzar.
«El camino tiene algo mágico, algo místico, ojalá os de tiempo a encontrarlo», dijo, y confieso que busqué los ojos de mi primo buscando complicidad al sarcasmo engreído de un joven hace ya tiempo difícil de convencer para casi cualquier cosa. Una sonrisa maliciosa casi se mofó de aquellas palabras en mi interior. Mal hecho, me quedaban 150 kilómetros y 6 días para arrepentirme.
Al final de la primera y larga etapa, mi primo Victor se retiró hacia Madrid. Se había lesionado un pie, y casi agradezco que así fuera. Me apetecía llegar a Santiago en su compañía, y pasar tiempo con él. Pero su marcha me comenzó a descubrir El Camino, justo aquello a lo que se refería seguramente aquel buen jerezano.
Me descubrió el placer inesperado de conocer gente sin ninguna excusa, por el simple placer de compartir tiempo. Me recordó el placer de disfrutar de los pequeños momentos de tranquilidad. Me enseñó que en circunstancias alejadas de nuestra rutinaria comodidad, la mayoría de la gente está dispuesta a ayudar o a recibir ayuda sin desconfiar del que la ofrece.
Me descubrió rincones donde sentarme a pensar, y donde poder conocer a un Juanjo que apenas recordaba. Rincones rodeados de impresionantes paisajes capaces de dejarte sin aliento. Rincones oscuros y luminosos a un tiempo. Me ayudó a disfrutar sinceramente de la soledad. No a aprender a vivir con ella no, sino a disfrutarla. A tomar tiempo no solo para pensar, sino para disfrutar de ti mismo. Y paradójicamente, aún quedándome solo, me hizo sentir en más compañía que en toda mi vida, que en todos y cada uno de los momentos que pueda recordar. Compañías sinceras, extranjeras, desconocidas. Compañías de 60 años para comer y cervecear, para pasar los ratos sin sufrimiento al caminar. Cada día gente distinta. Como en los chistes. ¿Dónde van una coreana, una canadiense, un malagueño afincado en Mallorca y un sevillano? A Santiago, acompañados de sus soledades y sus pensamientos, a encontrar la mística del camino.
Aquella de la que habló el primer amigo desconocido. Aquella de la que me reí como quien ríe cuando escucha hablar de espíritus. La misma mística que te llena de euforia y vacío al alcanzar la plaza del Obradoiro. Has alcanzado el objetivo, felicidades, y ahora, vuelve renovado a la normalidad. Vuelve lleno de experiencias y recuerdos al vacío del día a día. A los coches, a las clases, al trabajo, a los atascos, a la gente que no es capaz ni de saludar a un desconocido por la calle aunque se lo cruce cada día a la misma hora. Vuelve a la vida real, aunque siempre pueda recomendaros, y quedar esperanzado en repetir, la experiencia de encontrar una mística de la que dudé entre sonrisas silenciosas y maliciosas.
«El camino te cambia» dijo, y se retiró a dormir. No volví a verlos, y posiblemente no vuelva a hacerlo. Pero si veis a un hombre mayor, acompañado de su hija pequeña, pedidle perdón de mi parte. Encontré mística. Otros encuentran religión, aunque creo que lo religioso del camino está en lo espiritual, en pasar tiempo contigo mismo.
Y si alguna vez vuelvo a verlos para pedirle disculpas yo mismo, sinceramente, espero hacerlo caminando hacia Santiago. Por allí andaré de vez en cuando, por si queréis encontrarme, porque allí dejé una parte de lo que yo creía que era.
Nota: Allá por Noviembre de 2009 me apunté al plan de mi primo de hacer el último tramo del Camino Francés a Santiago, con salida en O Cebreiro. Una experiencia altamente recomendable
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