Un paseo tranquilo…
No es que me sorprenda recibir siempre la misma respuesta cuando hablo de ciertos gustos. La cara de mi acompañante se desencaja un poco, mientras intenta discernir si lo estoy diciendo en serio o si por el contrario intento hacer una broma un tanto macabra. Los gustos son de cada uno, y este mío, aunque quizás extraño, tiene como todos, una explicación, aunque no por ello deba tener razón alguna. No hay motivación en él, ni creo que responda a ningún trauma no resuelto en una infancia ya, un tanto lejana. Simplemente es algo, un lugar, que me resulta llamativo, que me despierta curiosidad, y que aunque no tenga razones, intentaré explicar para que al menos, no reciba de vosotros una cara desencajada por respuesta.
Siempre me precié de apreciar la vida, y de hacerlo muchas veces, de calaverada en calaverada. He procurado hacerlo siempre sin herir demasiado con las dagas de mis acciones, aunque no puedo decir lo mismo respecto a mis palabras, que por prontas y alocadas, muchas veces rasgaron como puñales afilados los sentimientos de los que me rodeaban. Pedí disculpas a quien debía, fui perdonado por los que debieron hacerlo, y con respecto a que los que callaron, negaron, olvidaron o ignoraron, que la vida les trate bien, que tengo presentes quienes fueron, y que el día de mañana, los tenga Dios en su gloria, que yo los tendré en mi memoria, sin demasiada acritud, y una sonrisa al recordar.
Ese Dios que glorificará a unos pocos y nos juzgará a bastantes más, ya decidirá entre crímenes y castigos, pero a mi me basta con creer hasta entonces, que vivo con mi conciencia tranquila. Puede que me equivoque, que dañase a más de los que creo, y que merezca más condena que compasión. Mientras llega ese momento, vivo como puedo, como mejor sé, como menos sufro y como más disfruto. Equivocado o acertado al hacerlo, lo cierto es que me acuesto tranquilo, y en ese sueño pasajero que representa cada noche, duermo en paz, como rezan las lápidas de los que sueñan eternamente.
Y ahí, rodeado de lápidas, en cada cementerio que piso y visito, me siento en paz. Es ahí donde radican las respuestas a las caras desencajadas. No hay viaje que haga, no hay cementerio por el que pase, que no llame la atención de mi mirada, o no llame a mis pies para serpentear entre sus caminos, lápidas y cipreses. Blancos, pulcros y ordenados en España, de piedra gris y resquebrajada por el tiempo y la humedad en las tierras anglosajonas. A pie de carretera, a las afueras, con césped o aceras, al suelo o en cómodos «complejos inmobiliarios» en forma de panteones con aspiraciones de grandeza eternas.
Me gusta pasear por ellos, fotografiar las tumbas que sepultan vidas y recuerdos, leer las pequeñas historias que cuentan sus lápidas, dejar volar mi imaginación en un mundo que a casi todos sobrecoge y que a muchos desencaja cuando me escuchan. No les culpo, la muerte asusta, pero descuidad, nos llega a todos, así que al menos voy buscando un buen lugar para tumbar mis posaderas cómoda y eternamente. En un rincón bonito, con buenas vistas espero, mejor en el suelo que en nichos apilados, quizás sin mucha historia, que baste con el nombre, siquiera sin fechas, total, no habrá nadie para recordarlas.
Y ahí, justo en esa última frase está la respuesta al misterio que desencaja vuestras mandíbulas. Haced la prueba alguna vez, perdeos por un cementerio cualquiera, buscad las zonas antiguas, las que se remontan dos siglos atrás. No remováis la tierra, puede que la peste descanse en ella y tampoco encontraréis demasiado al rebuscar. No queda nada, eso seguro. Y si algo queda, no es vuestro asunto y tuvo un dueño alguna vez. Puede que los muertos no hagan nada, puede que no haya que creer en ellos, pero por si las moscas, dejadles a ellos sus negocios y ocupaos de los vuestros. Mirad las lápidas y observad las fechas. Leed en las letras y en las huellas que el tiempo dejó en la piedra. Doscientos años, que a nosotros y nuestra juventud nos parecerán demasiados, son apenas un suspiro. Tres vidas mal contadas, a setenta años por barba. Cantidades temporales, que en cualquiera de sus magnitudes, y precisamente en un cementerio, carecen de importancia pues, para todos, menos para los que lloran, el tiempo allí es eterno.
Id entonces a la zona más nueva, contemplad las flores, las fotografías y los recuerdos. Con un poco de suerte asistiréis de lejos a un entierro. Observad los llantos con el extraño placer que proporciona que eso, tampoco es asunto tuyo. No eres tú, ni es uno de los nuestros. Queda entre esos vivos y su muerto. Observad las diferencias entre una zona y otra, la una, bañada en lágrimas y recuerdos, la otra, borrada por el paso de mil estaciones y que ya sólo las lluvias bañarán.
Salid entonces, vivos y extrañados si es la primera vez que visitáis un cementerio sin tener necesidad. Extrañas sensaciones, pues no habrá nadie en apenas doscientos años para llorar vuestras desgracias ni loar vuestros triunfos. No seréis eternos por más que compréis un bonito panteón en vez de una simple lápida con nombre y sin fechas. A nadie importará vuestra vida, y lo peor es que a nadie importará la vida de quienes os importan. No hace falta iros doscientos años atrás, basta con que os remontéis a principios de siglo. En el momento que no quede nadie para llevaros las flores, habréis muerto por segunda vez, y esta ocasión, será definitiva. Seréis polvo bajo tierra. Eso somos, eso seremos todos, y por eso de vez en cuando es una excelente cura de humildad y realismo la visita a un camposanto.
No se trata de religión ni supersticiones. Es tan sólo mi egoísmo. Ese que me lleva a vivir mi vida como sé, como puedo, como disfruto. Esa que me lleva a levantarme cada día sin planear futuros ni buscar respuestas. La que me hace tener presente a los que me rodean, pues cuando yo no esté, amigos o enemigos, no habrá nadie para recordarlos. Lo que yo viva, escrito o no entre fechas y en una lápida para el recuerdo, no importará a nadie más que al musgo que se asiente sobre la piedra en la que se cincelen. No importará a nadie más allá de mis inmediatos predecesores y mis sucesores, y a veces, ni siquiera lo hará a ellos, pues, no hay necesidad de morir para que un hijo legítimo se descubra como un maldito bastardo.
Así pues, la próxima vez veáis un cementerio concededme el gusto de pasear por él. Yo iré pisando uno tras otro, hasta que encuentre uno bonito en el que citarme con Dios y la eternidad. Hacerlo me ayuda a pensar que no hay nada de especial en mi vida, salvo el sencillo hecho de que es mía, que la vivo como quiero, y que procuro hacerlo del modo en que menos daño haga a los que me importan. Ellos me precedieron, ellos me acompañan, ellos me sucederán. Esos, y sólo Dios, juzgarán y recordarán mis actos. El resto, como las lágrimas ahogan recuerdos, se lo llevará el tiempo y las lluvias de cada estación. El resto será nada, en un suspiro, sin importar a nadie, sin pena en ello, por ley de vida, desde los albores del tiempo hasta el confín de la eternidad…
Un paseo tranquilo… por Juan José García Gómez se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
Genial. No creo que necesite mas palabras.