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Un reflejo en el espejo…

14 diciembre, 2020

Quizás este no sea el cuento que me gustaría contaros, pero tras algunos meses disfrazado de cuentacuentos, es el que me sale, y la verdad es, que desconozco su final. Supongo que ahí reside la magia de los cuentos. No todos tienen que tener un final redondo, o sencillamente feliz. A veces no lo tienen. En ese sentido me viene recurrentemente a la cabeza el maravilloso «cuento» de Edmundo Dantés. No puedo dejar de sentir un cierto regusto a sinsabor cada vez que al leerlo le veo partir, una especie de «Sí, pero…»

Como decía, llevo meses disfrazado de cuentacuentos. Y la ventaja de los cuentos es que por infeliz que pueda parecernos a veces su final, siempre tienen una historia que contar. Es la ventaja con la que juegan no sólo los escritores y juglares al crearlos, sino también la de su público y lectores al disfrutarlos. Hay en los cuentos un proceso de creación que no termina hasta que cada uno de nosotros generamos una emoción al terminarlos. Y a veces, la mayoría, ni siquiera acaba ahí. Basta con dejar que te los vuelvan a contar tiempo después para que incluso lo que un día provocó lágrimas, provoque entonces una sonrisa. Y es que puede que como al buen vino, a veces haya que dejar a los cuentos que maduren en barrica de roble.

Disfrazarme de juglar y cuentacuentos estos meses ha tenido sin duda efectos positivos. Repara el alma mirar atrás y pensar en ciertas cosas que viviste. Sin embargo, y dejadme volver a las barricas, también un cuento, como el vino, puede agriar. Uno de los agridulces de estos meses ha sido precisamente ese mirar atrás. Resulta que cada vez hay que mirar más lejos. Resulta que cada vez hay que esforzarse más en recordar, y resulta que cada vez, este juglar se permite más licencias al contarlos, porque lo cierto es que cada año recuerda menos y empieza a tener que rellenar lagunas. Cosas de la edad supongo.

Y es que mirándome al espejo el otro día, me di cuenta de que empiezo a peinar, contar y eliminar canas, más lentamente de lo que salen. Rápidas e implacables son las hijas de puta. Mantengo aún, inocente, cierto toque de divo esforzándome en ocultar lo que el espejo te devuelve. Y justo ahí, en ese reflejo que no siempre gusta, me animé a contaros este cuento.

Tengo una foto en mi cuarto. Una polaroid de color incierto y ajado por los años. Creo que no tengo más de diez. Pelo decentemente largo y brillante y una especie de chándal que parece blanco. Estoy montado en KITT, el coche fantástico. No en una réplica no, en el auténtico. Vayan ustedes a negarle a ese niño aquella noche a la salida del Circo que aquello era una réplica. Van a necesitar toda la suerte que puedan reunir.

Como decía, peinar canas y rellenar lagunas son todo uno. Creo que necesito de esas fotos para que lo que recuerdo en una especie de nebulosa obtenga cierta nitidez. Pero sé que en aquellas noches de Circo también monté en elefante, y sé que me sorprendió y me llamó la atención el pelo marrón que tenía en su cabeza gris. No era denso. Cosas que se le quedan grabadas a un niño, y que décadas después recuerda nítidamente cuando es incapaz de dar mucho más detalle. Nebulosa, ya saben . Sé también que mis padres estaban ahí, viéndome y protegiéndome silenciosos en la cercana distancia. Pagando, y bien, para que algún circense tirase las fotos. Viéndome sonreír aunque en la foto de El Coche Fantástico esté embobado con el salpicadero que me hablaba y no mire ni al cámara.

Y recordando, recordé, lo mucho que me llamaba la atención entrar en la sala de los espejos. Fuera de Circo y Feria había cierto y conocido centro comercial que tenía un efecto similar en sus probadores. Un espejo enfrente del otro que crean un efecto óptico infinito que puede hacer que tu madre se desespere por lo mucho que tardas en probarte la ropa. Claro, tú estás contando cuantos sois al otro lado del espejo. Hasta que entra hecha una cariñosa fiera, te zarandea, y te abrocha el botón porque la fiesta no está para bromas. Nebulosa de nuevo.

Y en eso he estado estas semanas. Mirando espejos y su reflejo. Contando cuentos pasados. Peinando canas. Maldiciéndome por contar cosas que pasaron y darme cuenta de que hace ya tanto tiempo de ellas que muchas de las personas a las que se las pueda contar ahora, no es que no hubieran nacido, es que aún tenía yo que vivir la mitad de mi vida para que ellas nacieran. Joder o cojones. Cualquiera de las dos valía como expresión al darme cuenta de lo que acababa de pasar. Estás hablando de cosas que otros no pueden siquiera recordar. No habían ni nacido. Cállate abuelete. Por mucho disfraz de juglar y cuentacuentos que te pongas, hay realidades que no puedes ocultar. Y duele. ¿O no?

Pues no del todo. Veréis: volví a mi espejo. E imaginé a aquellas copias infinitas de los espejos en el probador. Las vi a todas y cada una de ellas. Envejeciendo, sí. Cada vez una arruga de expresión nueva, a cada mirada una cana, una cicatriz que no estaba en la copia anterior. Sonriendo maliciosas como diciéndome «ya no estamos, y no volveremos». Y a cada cosa que me lanzaban, infieles, traidoras e inmisericordes con mi edad, les fui devolviendo mis recuerdos.

Crucé Europa en moto, y España tantas veces en bici que no puedo ni ajustar cada recuerdo al viaje correcto. Amé, y traté con desprecio a tantas que debí amar y con amor a tantas que debía haber ignorado, que ni aún pudiendo vivir mil vidas podría compensarlo. Viví en otros países e hice el amor en demasiadas lenguas. Monté a caballo al amanecer, y al galopar al alba me sentí libre. Navegué en ríos y océanos. Naufragué en tempestades y lloré porque aquel Optimist se hundía y no podía aguantarlo a flote si no venían a ayudarme. Sangré, sangré mucho. Una vez por cada cicatriz. Tengo una en el labio que ahora me recuerda cada día el reflejo en el espejo. Bailé borracho como si no me importase nada. Me peleé también, y no siempre salí victorioso. Jugué mucho y gané, aunque perdiese más. Aprendí otros idiomas. Nadé desnudo en los fríos mares del Norte y vi los atardeceres más bonitos del mundo.

Viví cosas que no contaría a casi nadie de los que me importan. Estuve a punto de morir varias veces que yo sepa, y a veces las cuento con sorna y socarronería. Imaginaos las veces que pude haber muerto y ni siquiera soy consciente de ello. Las dos últimas las tengo claras eso sí. No hace mucho más de un año. Aquella moto y aquel stop oculto, aquella curva a derechas, aquel cruce y aquel camión que si llega a pasar diez segundos antes, aquí paz y después gloria. Para, fúmate un cigarro, te lo mereces. Lo mismo hice en aquel secarral con la bici y sin agua ni cobertura. Para, busca sombra, fuma y que se te pase. Y se pasó. Y aquí estoy.

Y eso le dije a mis «yo» del espejo mientras se reían de mis años y mis canas. No puedo esconderlas, y realmente, no quiero. Estoy aquí, y viví tanto y tengo tanto que contar que disfrutaré recordando nebulosas, disfrazándome de cuentacuentos y rellenando lagunas con licencias creativas mientras vea los ojos ávidos de aquellos que me escuchen. A veces lo hacen desnudas, y otras, no pudo ser. Pero no debe en mi edad haber vergüenza ni lamento, porque cada uno de esos años refleja una de esas copias infinitas que fui yo y que seguiré siendo.

Así que entré de nuevo al probador, les devolví una sonrisa pícara a mis reflejos y me fui por donde había venido. Ahí podían quedarse infinitos. Ya volvería pasados los años a que me recordasen que no era el que fui, y yo a restregarles todo lo que había vivido desde entonces. Cerré la puerta con llave y me puse la sonrisa de vividor y cuentacuentos. Como siempre, como siempre hizo la copia de mi de la que me siento más orgulloso. Con una mano tendida a quien quiera cogerla, y una sonrisa dispuesta a despertar a quien quiera que le cuente cómo eran los atardeceres más bonitos del mundo…

Licencia de Creative Commons
Un reflejo en el espejo… by Juan José García Gómez is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.
Creado a partir de la obra en https://juanjosegarciagomez.com.
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