Ir directamente al contenido

Un crupier y dos puñales…

11 octubre, 2023

Una vez, hace mucho tiempo, estuve enamorado. Era joven e inexperto. Fue de las primeras. Rubia y de ojos azules. Me los clavó con el mismo entusiasmo con el que un asesino en serie me hundiría sus puñales, fríos y profundos, a la yugular y con dos trayectorias. Volvió a los años intentando no sé muy bien el qué, aunque ya nada encontrase. Curiosamente ya estaba ahí con el que luego sería su marido. La vida es un bonita película con inesperados giros de guion.

Lo curioso de aquella historia es que con dos puñales clavados colgué el teléfono en una cabina, y por suerte o por desgracia, mis lágrimas se escondieron entre la lluvia. Mojado y desangrándome me fui a donde pude. Era una época de juventud en la que salir sólo no daba miedo alguno. Algo encontraría, algo habría que hacer, alguien estaría. Se iba y ya está.

Aquella noche todo pudo haber durado un segundo más o un segundo menos. La conversación, el autobús que me llevó hasta la cabina, el lento y sádico disfrutar de sus puñales helándome el corazón, aquel coche que me permitió cruzar, y aquel otro que no lo hizo. Un segundo más, o uno menos. Todo duró lo que tenía que durar, para que yo llegase a un paso de peatones, reconociese a una figura, balbucease su nombre, y años después de conocerla, me la encontrase en mi ciudad, de turismo con sus padres. Lo pasamos bien. No sucedió nada reseñable. Paseamos, les enseñé Sevilla, bebimos, reímos y nos pusimos al día. Me ayudó a cicatrizar estar distraído en otras cosas y con una cara familiar. Un segundo más, o uno menos, habría cambiado el semáforo y habrían cruzado perdiéndose para siempre. No los volví a ver, exactamente igual que a la de los ojos como puñales. He contado esta historia muchas veces, y cientos he pensado en ella.

Me gusta salir a andar. Le cogí gusto hace ya tres años. Música, gafas de sol, ropa deportiva, un café, para llevar o en una terraza tranquila. Y soy feliz. Si puedo, intento acabar el día así. Un par de horas de caminata, de vistas, de caras desconocidas que no volveré a cruzarme, alguna sonrisa furtiva en raras ocasiones, y poco más que contar. Mucho que pensar. Un par de horas de caminata a paso ligero dan mucho para pensar. Y casi siempre tengo esa historia presente. Un segundo más, o un segundo menos. Un giro a derecha o izquierda, o un atajo por aquella bocacalle. Cada caminata es parecida, pero casi nunca igual a otra. Intento evitarlo. Digamos que tengo rutas cortas y rutas largas, las varío y las alterno, pero siempre intento que sean distintas entre sí. Tienen inicio y final, pero el rumbo es medianamente desconocido. Más divertido así.

A veces descubro con gracia que algunos de los sitios por los que paso ya los conocí. Que ya estuve allí en otro tiempo. Cada esquina con su recuerdo. Cada giro con su mirada curiosa. Cada paso con su entreabierta sonrisa y su «ya volveré por aquí». Es una especie de «Lágrimas y asfalto…» a los que ya escribí una vez. Paseas, sonríes y sigues.

Otras veces simplemente fantaseo. En cada giro, en cada elección, siempre hago un ejercicio cruel. Pienso en lo que me voy a encontrar, y en lo que me hubiera encontrado de haber elegido la opción alternativa. Si camino por una calle concreta veré algo o alguien que me llame la atención. Pero ¿Qué pasaría si elijo la paralela? Cada elección conlleva dos vidas: la que vives, y la que hubieras podido vivir. La crueldad del ejercicio radica en que las elecciones son infinitas. Y aunque fantasee con saberlo, no sé si querría saber lo que viví y conocer lo que perdí. Sería ver la línea temporal de la vida de múltiples versiones de mi. Una jodida maldición.

A veces tuve encuentros fortuitos. Otras no. A veces me encontré con mi pasado. Unas veces me alegró tenerlo de frente. Otras lo esquivé. Cambié de acera para no cruzármelo al avistarlo desde la distancia y tras el anonimato de mis gafas de sol. O no sabía cómo reaccionaría, o no me fiaba de mi reacción. Siempre, encontrándomelo o no, pensé en si se acordarían de mi y de nuestros rincones como yo me acordaba de ellos. Si en el arcón donde cada uno arrumba sus fantasmas, guardan un sitio para mi. Si en la miseria de sus malas borracheras, el viento susurra mi nombre alguna vez. Es algo tan humano. Nunca lo pregunté. Dios sabrá qué…

«Dios no juega a los dados» dicen que dijo Einstein. Estoy de acuerdo. No, seguro que no le gustan los dados. Estoy convencido de que le parece mucho más divertido concedernos la ilusión de libre albedrío mientras ejerce de crupier en una mesa de póker. A un lado nos tiene a cada uno de nosotros. Al otro lado, la vida. Y reparte sus cartas marcadas con una pérfida sonrisa sabiendo que nos da una y nos quita las otras. Cada mano que reparte nos esconde la que hubiéramos tenido. Lo dicho, una crueldad infinita. Sólo uno en esa mesa sabe a lo que juega.

Y es así como paseo, y supongo que así es como me gusta vivir. Dejamos a nuestro paso una estela de cadáveres. Cada relación social, cada interacción, cada recuerdo, cada sonrisa, cada vivencia, cada confesión, cada entrega, cada puñal, cada momento. Todas y cada una de las cosas que vivimos van quedando poco a poco atrás. Son las leyes de esta vida. Lo viejo debe irse para que se abra paso lo nuevo. Un día nos iremos nosotros. Pero hasta entonces, miras atrás y ves los cadáveres flotando en el mar. Son una estela reconocible, puedes saltar de uno a otro con una sonrisa entreabierta viendo lo que te aportaron y lo que te enseñaron. Aquellos ojos azules, fríos como puñales, me enseñaron al destrozarme, a pasear con los ojos abiertos y explorar cada rincón. Un segundo más, o uno menos. Todo desde aquella lejana y lluviosa noche se ha vivido así.

Hay una niebla blanquecina en la sala mientras escribo. Huele a cerrado y a bebida de la dura. Levanto los ojos y me encuentro los suyos escudriñándome de arriba a abajo. Le da una buena calada a su cigarro. No le cuesta mantenerlo en la comisura de los labios al sonreír. Lleva haciéndolo desde que el tiempo es tiempo. Dejo el lápiz y papel, y capto el mensaje. No habla, no lo necesita, le basta con mirarme inquisidor mientras sonríe juguetón. Dios me enseña dos cartas, mientras insinúa con un guiño que puedo vivir una y castigarme pensando cómo hubiera sido elegir la otra. Le sonrío de vuelta, me enciendo un cigarro yo también. Le desafío, que a mi manera como Sinatra, que no temo sus cartas marcadas, que no olvide cuando me llame que de genio tuve poco, pero que figura, hasta la sepultura. Que un segundo más, o uno menos, cuando me llame a su lado caminaré por el patíbulo desafiante, altivo y saludando al tendido. Que Dios reparta suerte, que aquí se viene a jugar, a pasear, a vivir y a morir…

Un crupier y dos puñales… by Juan José García Gómez is licensed under Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 International

No comments yet

Deja un comentario