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Los bajos del Gran Río…

3 octubre, 2021

Los bajos del Gran Río…

Nunca le di forma a estas líneas. Supongo que me las debo desde una tormentosa tarde de la primavera pasada. Y hoy, al atardecer y tras una breve lluvia, sonaron de nuevo en mi cabeza las notas de esta canción que no escribí.

Ya había estado allí, aunque lo olvidé.

Estuve allí hace años, una tarde a veces, una mañana después, toda una noche sin prisas, y también algún despertar. Volví también años después. Estuve tantas veces, que lo había olvidado. Y olvidarlo fue la primera de las faltas de respeto a lo que fui y a lo que soy. La segunda falta quizás, más desenfadada, alegre y vividora, fue la de repetirlas sin el más mínimo atisbo de vergüenza. Supongo que al menos, me permití que fuesen diferentes entre sí. Si no fue así, o no intenté que lo fuesen, la verdad es que tampoco pienso pedir perdón por ello.

Realmente estuve allí aquella tarde lluviosa, pero no es allí donde empezó. Supongo que si buscamos el comienzo fue cuando ella tendría quince años, éramos niños los dos, y entre sevillanas y rebujito, me perdí en sus malditos ojos azules y su pelo rubio como el Sol. Y digo malditos porque llevaba el «te voy a hacer daño» escrito en ellos. Pero no se lo tengo en cuenta, fui voluntario a esa muerte dulce.

Y desde entonces, vayan ustedes a saber por dónde va la cuenta. Ya os dije que había estado allí hace años, y tantas veces desde entonces, que no sé cuantas volví. Podría llenar una enciclopedia con sus nombres y aún así me quedaría corto. Unas veces me enorgullecí de ello, fanfarrón y petulante, las otras, las más, me sumí en la vergüenza más absoluta. Quizás no valía más que para ello y con ello me castigaba, pero vayan ustedes a saber, a estas alturas, que me quiten lo «bailao»

Volví aquella tarde lluviosa, y tras besarla con ganas, miré a mi alrededor y me di cuenta de que allí ya había estado. No creo que ninguno de los rincones que esconde el mundo puedan superar ante mis ojos a mis vivencias en esos bajos del Gran Río. Por allí volvían los barcos cargados del oro indio, y allí, con palabras como rubíes, engatusé a más de una desprevenida. Eso fui, eso soy, y supongo que de nuevo y a estas alturas, poco podré cambiarlo.

La besé con ganas decía, y no volví a soltarle la mano aún conduciendo hasta que me despedí cortésmente al dejarla en su portal. No volví a verla y tampoco me apetecería. Y si se preguntan la razón, no la busquen, no la encontrarán. Pudo haberlo sido todo y fue absolutamente nada. Yo te dije, tú dijiste, y nada más. ¿A quién le toca? Siguiente. Al menos y eso se lo reconozco, me recordó que ya había estado allí, así que un saludo si alguna vez lo lees.

Pero ese «a quién le toca y su siguiente» no son tan fríos como parecen. Algo queda y a veces duele. A veces horas, otras días y otras vayan ustedes a saber si no siguen ahí, como fantasmas recordando el daño que hiciste y el que te hicieron, como mojones de carretera marcando los kilómetros que llevas o como puntos en un lienzo blanco que al unirlos dibujan perfectamente lo que fui y lo que soy.

Le di la mano como en aquel texto y no se la solté hasta llegar a casa. Y no volví a verla. Sin más. Gané y perdí tantas veces que a veces sonrío al recordarlas. Pero siempre entregué esa mano y besé con ganas. Como si fuera la última vez y por si lo era. Y luego generalmente, hasta la siguiente. No siempre fue mi culpa obviamente, pero fue así como pasó.

Lo que no pasó tantas veces fue temblar mientras lo hacía. No tantas preguntaron, lo provocaron ni tantas lo notaron. «¿Estás temblando? Sí» y en todas ellas perdí a alguien que me hubiera apetecido. Y esa era una bonita e incontrolable señal, aunque algunas no supieran leer entre líneas. Y con todas ellas creo haber sido decente y tener la conciencia tranquila.

Estuve allí, y aunque a veces, como ahora no consiga verlo, acabaré volviendo. Porque eso es lo que fui y porque eso es lo que soy. Y no me apetece esconderlo. Me apetece vivir aún perdiendo, jugar para ganar y hundirme en la derrota. Saberte destrozado por unos malditos ojos azules y un pelo rubio como el Sol. Resurgir en los bajos del Gran Río otra vez, e irme a casa con la Victoria entre mis manos. Me apetece besar aunque se quiten, entregar mi mano aunque me nieguen la suya. Desnudarlas mentalmente antes de hacerlo por si al final no lo consigo. Besarlas con ganas por si es la última vez que lo hago. Quedarme, siempre, a dormir, para que cuando me levante, y siempre, recuerde que estuve ahí. En fin, vivir, amar, reír, llorar, ganar, perder, estar, quedarme, un abrazo, dos despertares, un desnudo y un temblor. Un café, buenos días, aquí estoy, contigo, justo donde me apetece estar, buscarte y encontrarte, volver a temblar, quedarme dormido, despertar y buscarte, vivir, de la única forma que sé, vivir amando, enjugar lágrimas, siguiente y volver a amar. Porque de la única forma que merece la pena vivir es amando, ganando, perdiendo, no rendirse y seguir, engatusarte en los bajos del Gran Río y mirar atrás sonriendo sabiendo que estuve allí. Y aquella lejana tarde en la distancia, como uno más de esos puntos que se unen en mi pasado, estuviste allí, y yo, temblé contigo…


Los bajos del Gran Río… by Juan José García Gómez is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.
Creado a partir de la obra en https://juanjosegarciagomez.com/2021/10/03/los-bajos-del-gran-rio/.

Un reflejo en el espejo…

14 diciembre, 2020

Quizás este no sea el cuento que me gustaría contaros, pero tras algunos meses disfrazado de cuentacuentos, es el que me sale, y la verdad es, que desconozco su final. Supongo que ahí reside la magia de los cuentos. No todos tienen que tener un final redondo, o sencillamente feliz. A veces no lo tienen. En ese sentido me viene recurrentemente a la cabeza el maravilloso «cuento» de Edmundo Dantés. No puedo dejar de sentir un cierto regusto a sinsabor cada vez que al leerlo le veo partir, una especie de «Sí, pero…»

Como decía, llevo meses disfrazado de cuentacuentos. Y la ventaja de los cuentos es que por infeliz que pueda parecernos a veces su final, siempre tienen una historia que contar. Es la ventaja con la que juegan no sólo los escritores y juglares al crearlos, sino también la de su público y lectores al disfrutarlos. Hay en los cuentos un proceso de creación que no termina hasta que cada uno de nosotros generamos una emoción al terminarlos. Y a veces, la mayoría, ni siquiera acaba ahí. Basta con dejar que te los vuelvan a contar tiempo después para que incluso lo que un día provocó lágrimas, provoque entonces una sonrisa. Y es que puede que como al buen vino, a veces haya que dejar a los cuentos que maduren en barrica de roble.

Disfrazarme de juglar y cuentacuentos estos meses ha tenido sin duda efectos positivos. Repara el alma mirar atrás y pensar en ciertas cosas que viviste. Sin embargo, y dejadme volver a las barricas, también un cuento, como el vino, puede agriar. Uno de los agridulces de estos meses ha sido precisamente ese mirar atrás. Resulta que cada vez hay que mirar más lejos. Resulta que cada vez hay que esforzarse más en recordar, y resulta que cada vez, este juglar se permite más licencias al contarlos, porque lo cierto es que cada año recuerda menos y empieza a tener que rellenar lagunas. Cosas de la edad supongo.

Y es que mirándome al espejo el otro día, me di cuenta de que empiezo a peinar, contar y eliminar canas, más lentamente de lo que salen. Rápidas e implacables son las hijas de puta. Mantengo aún, inocente, cierto toque de divo esforzándome en ocultar lo que el espejo te devuelve. Y justo ahí, en ese reflejo que no siempre gusta, me animé a contaros este cuento.

Tengo una foto en mi cuarto. Una polaroid de color incierto y ajado por los años. Creo que no tengo más de diez. Pelo decentemente largo y brillante y una especie de chándal que parece blanco. Estoy montado en KITT, el coche fantástico. No en una réplica no, en el auténtico. Vayan ustedes a negarle a ese niño aquella noche a la salida del Circo que aquello era una réplica. Van a necesitar toda la suerte que puedan reunir.

Como decía, peinar canas y rellenar lagunas son todo uno. Creo que necesito de esas fotos para que lo que recuerdo en una especie de nebulosa obtenga cierta nitidez. Pero sé que en aquellas noches de Circo también monté en elefante, y sé que me sorprendió y me llamó la atención el pelo marrón que tenía en su cabeza gris. No era denso. Cosas que se le quedan grabadas a un niño, y que décadas después recuerda nítidamente cuando es incapaz de dar mucho más detalle. Nebulosa, ya saben . Sé también que mis padres estaban ahí, viéndome y protegiéndome silenciosos en la cercana distancia. Pagando, y bien, para que algún circense tirase las fotos. Viéndome sonreír aunque en la foto de El Coche Fantástico esté embobado con el salpicadero que me hablaba y no mire ni al cámara.

Y recordando, recordé, lo mucho que me llamaba la atención entrar en la sala de los espejos. Fuera de Circo y Feria había cierto y conocido centro comercial que tenía un efecto similar en sus probadores. Un espejo enfrente del otro que crean un efecto óptico infinito que puede hacer que tu madre se desespere por lo mucho que tardas en probarte la ropa. Claro, tú estás contando cuantos sois al otro lado del espejo. Hasta que entra hecha una cariñosa fiera, te zarandea, y te abrocha el botón porque la fiesta no está para bromas. Nebulosa de nuevo.

Y en eso he estado estas semanas. Mirando espejos y su reflejo. Contando cuentos pasados. Peinando canas. Maldiciéndome por contar cosas que pasaron y darme cuenta de que hace ya tanto tiempo de ellas que muchas de las personas a las que se las pueda contar ahora, no es que no hubieran nacido, es que aún tenía yo que vivir la mitad de mi vida para que ellas nacieran. Joder o cojones. Cualquiera de las dos valía como expresión al darme cuenta de lo que acababa de pasar. Estás hablando de cosas que otros no pueden siquiera recordar. No habían ni nacido. Cállate abuelete. Por mucho disfraz de juglar y cuentacuentos que te pongas, hay realidades que no puedes ocultar. Y duele. ¿O no?

Pues no del todo. Veréis: volví a mi espejo. E imaginé a aquellas copias infinitas de los espejos en el probador. Las vi a todas y cada una de ellas. Envejeciendo, sí. Cada vez una arruga de expresión nueva, a cada mirada una cana, una cicatriz que no estaba en la copia anterior. Sonriendo maliciosas como diciéndome «ya no estamos, y no volveremos». Y a cada cosa que me lanzaban, infieles, traidoras e inmisericordes con mi edad, les fui devolviendo mis recuerdos.

Crucé Europa en moto, y España tantas veces en bici que no puedo ni ajustar cada recuerdo al viaje correcto. Amé, y traté con desprecio a tantas que debí amar y con amor a tantas que debía haber ignorado, que ni aún pudiendo vivir mil vidas podría compensarlo. Viví en otros países e hice el amor en demasiadas lenguas. Monté a caballo al amanecer, y al galopar al alba me sentí libre. Navegué en ríos y océanos. Naufragué en tempestades y lloré porque aquel Optimist se hundía y no podía aguantarlo a flote si no venían a ayudarme. Sangré, sangré mucho. Una vez por cada cicatriz. Tengo una en el labio que ahora me recuerda cada día el reflejo en el espejo. Bailé borracho como si no me importase nada. Me peleé también, y no siempre salí victorioso. Jugué mucho y gané, aunque perdiese más. Aprendí otros idiomas. Nadé desnudo en los fríos mares del Norte y vi los atardeceres más bonitos del mundo.

Viví cosas que no contaría a casi nadie de los que me importan. Estuve a punto de morir varias veces que yo sepa, y a veces las cuento con sorna y socarronería. Imaginaos las veces que pude haber muerto y ni siquiera soy consciente de ello. Las dos últimas las tengo claras eso sí. No hace mucho más de un año. Aquella moto y aquel stop oculto, aquella curva a derechas, aquel cruce y aquel camión que si llega a pasar diez segundos antes, aquí paz y después gloria. Para, fúmate un cigarro, te lo mereces. Lo mismo hice en aquel secarral con la bici y sin agua ni cobertura. Para, busca sombra, fuma y que se te pase. Y se pasó. Y aquí estoy.

Y eso le dije a mis «yo» del espejo mientras se reían de mis años y mis canas. No puedo esconderlas, y realmente, no quiero. Estoy aquí, y viví tanto y tengo tanto que contar que disfrutaré recordando nebulosas, disfrazándome de cuentacuentos y rellenando lagunas con licencias creativas mientras vea los ojos ávidos de aquellos que me escuchen. A veces lo hacen desnudas, y otras, no pudo ser. Pero no debe en mi edad haber vergüenza ni lamento, porque cada uno de esos años refleja una de esas copias infinitas que fui yo y que seguiré siendo.

Así que entré de nuevo al probador, les devolví una sonrisa pícara a mis reflejos y me fui por donde había venido. Ahí podían quedarse infinitos. Ya volvería pasados los años a que me recordasen que no era el que fui, y yo a restregarles todo lo que había vivido desde entonces. Cerré la puerta con llave y me puse la sonrisa de vividor y cuentacuentos. Como siempre, como siempre hizo la copia de mi de la que me siento más orgulloso. Con una mano tendida a quien quiera cogerla, y una sonrisa dispuesta a despertar a quien quiera que le cuente cómo eran los atardeceres más bonitos del mundo…

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Un reflejo en el espejo… by Juan José García Gómez is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.
Creado a partir de la obra en https://juanjosegarciagomez.com.

Don’t look back in anger…

17 febrero, 2020

A short note to say that this is my first text ever written in English. Forgive any mistake and please point me in the right direction. Wasn’t so bad at writing in my own language,  and there was a time I used to do it a lot, so I hope trying in a different one isnt’ so bad…Enjoy it, share it, or not! 🙂

Don’t look back in anger, or so they say. Or at least, so they said in the song. «Sorry but guilty» I wrote the other day about it. And I did, I looked back in anger and I guess that I don’t feel bad about it. Sometimes is just part of the healing processes that now and then we have to go through in life. It’s probably just another step. I guess it’s just easier to forget and to move on when you embrace the anger, and when you let your hate to take the reins of your faith.

I’m not trying to say that it’s a lovely thing to do. Neither I feel great about it. But sometimes, life is just what it’s, and I was usually fine taking it that way.

I guess that each one of us might have different options to go through painful experiences. Life only taught me two, or I was just never interested in any other. Since hidding in a corner many years ago and having a swim in my own tears was not quite enjoyable, I learnt about the other option. Embrace your anger, rise and grow your hate like a farmer with his seeds, and let it flourish and do the job for you.

Get deeper in the darkness of your soul, and when you get scared enough about what you hide in it, about your own miseries as a human being, just keep going deeper and welcome everything you might find there in all its glory. And I can tell you that human beings can be wonderful for the good, but also for the darkest thoughts they can host and create in their minds. So don’t you be scared about it, as long as you can keep them inside and they don’t hurt anybody that you may care about.

Do not look back in anger, or so they say. And I did, guilty. For countless hours and days, in many dark nights before going to sleep. Awake for hours trying to forget, but only falling when I let my hate to destroy it all. And then, and only then, to have the sweetest possible dreams and to wake up the following morning healed and repaired, at least until the next fall to come.

Always considered myself somebody with his heart in the right place. And I guess that those few who know me well won’t say otherwise. I like to see it that way at least. It makes me feel better. But there are edges to myself that I like to polish now and then. The dark ones, so they can shine in all its beauty, might and power when I need a hand from them. And they willingly come to the rescue as requested and on short notice asking for nothing in return.

There in their corners hide deep, waiting for a call to come to my rescue. Sometimes was just love, some others the so called friendships when they were nothing but poor relationships. Sometimes were just business and some others just life. Most of the time were to be used against disgraceful human beings that we meet in our journeys, and some others against God himself for stealing those that I cared about from my side. And neither from my own darkness or from God himself I was scared. I like to talk to him I often say. And he has my word that we’ll sit down over a cigarrette and a coffee so we can together settle our debts when the time comes and he calls me into his office. Eye contact and proud of what I did and what I said. And only to him the right to judge or to question. But my eyes in his, chin up, claiming back all that he kept away from me. All that I owe him I’ll happily pay, but he better pays me back what he stole.

And when the storm of my hate flew away, I looked back again and there was no anger anymore. Just a few flashbacks of the happy memories that were left behind. Most of them related to love and human beings that just after my hate got to polish them for me, were shining again in all their beauty. Forgotten and buried deep in my past. Left behind and for good, but beautiful and shining memories once again. They were real, and I lived each single one of them, and enjoyed them until God, Life or the miseries of other human beings stole them from me.

Do not look back in anger, or so they say. And I did. Guilty. I just don’t anymore…but trust me when I say that I will do it again as many times as needed. Because only then, only when the storm throws its lightnings of hate and destroys it all, only when is gone, you get to see the sunset shining over some parts of the horizons of your past that happened, and those, weren’t so bad after all…

Do look back in anger and hate, and destroy it all. Or so they say. And then, admire what you did and what you lived. Because it was real, and it was beautiful…

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De corazas y escudos…

21 agosto, 2019

«Tengo un texto sobre eso», le dije. Y le mentí. O al menos, no dije toda la verdad. Lo tengo, pero es tan antiguo y lleva ahí tanto tiempo que no me gustó releerlo. «Arrasando escudos» se llama, para el que quiera y guste, aunque lo cierto es que el paso del tiempo y el olvido de quien lo motivase no le han sentado precisamente bien.

Ahora es otro tiempo, y una de esas vidas entre cientos que viví, y posiblemente le diese otro enfoque y otro sentido.

Así que empecemos por el principio. Quien motiva estas palabras no es ella sino él, aunque es a ella a quien va dirigido. Que le aproveche o que corra, ahora que aún está a tiempo.

Él lleva tiempo rondando por mi vida. Indirectamente y a través de la familia. Ganó en importancia con los años, y aunque ahora sea visible en mi día a día no siempre fue así. Me alegro de que esté, me ennoblece como persona, me ennoblece elegirlo, y que sus integridades me eligiesen a mí. Pero sobre todo, está no sólo por cómo me trata, sino sobre todo por cómo siempre trató a los míos. Hay cosas que son sagradas e inamovibles. El tiempo, la vida, la muerte y los nuestros. Y en poco más se resume todo.

Yo no la conozco, pero si él la elige me basta. Y en ello está. Poco a poco y por una de esas extrañas coincidencias por las que se encuentran los que en otro tiempo no llegaron a tocarse. Va sin prisas, pero sin pausas, poco a poco y con buena letra para que no haya tachones ni que retocar palabras. Y lo envidio. Le envidio la ilusión. Y lo veo con ternura. Desde fuera como un tercero, y desde dentro como un amigo. No siempre fue así, pero ahora que lo es, espero que se quede donde está durante largo tiempo. Escrito queda por mi parte.

Despacio y con buena letra, como dicen los maestros. Por los dos lados supongo, pero más por el de ella que por el de él. Yo los llamaba escudos, y ella los acaba de llamar corazas. Yo los arrasaba, y ella los mantiene. Y sus razones tendrá, que en eso no me meto ni es asunto mío. Llamadlos como os plazca. Nunca me gustaron, y eso es lo único que mantengo de otro texto y de otro tiempo.

Nunca me gustaron porque nunca les vi el sentido. Hay verdades inamovibles como decía, y en nacer y morir están dos de ellas. Y de un extremo al otro, con todas sus fuerzas y sus envites, LA VIDA. Con mayúsculas. Uno tras otro hasta que extenuado y exhausto al final de tus días, te entregas a la parca y sus garras esperando un salvador, una bienvenida, y encontrarte con aquellos que se quedaron tiempo atrás, y por el camino.

Así que como humilde tercero, como aspirante a consejero, como cervecero incansable y como prenda y vividor le pregunto a ella: ¿A qué carajo le tienes miedo?

Envidio verlo con la ilusión y entregado, y no hay trampa ni cartón tras sus espejos y sus resquicios de princesa. Ni uno, ni uno sólo desde mis ojos subjetivos, ni uno sólo en los gestos que tuvo con los míos. Los míos que Dios me dio, y los míos que elegí y dejé que me eligiesen. Es tuyo para cuando lo pidas, rodilla en tierra y sin condiciones. Con una bandera blanca y sin parlamento de por medio. Rendido y humillado lo tienes si le dejas.

Ármate si quieres hasta los dientes y protege tus corazas. Las vas a necesitar, todas y cada una de ellas. Pero recuerda querida, cuando las fuerzas de la naturaleza tocan a rebato, poca defensa puede el ser humano oponer a ellas. Al Este se nace, y desde ahí al ocaso de la muerte, verdades inamovibles. Una es la vida, con sus fuerzas y sus envites, y entre ellas, con el amor como arma definitiva. Quítate la coraza, vive y aprecia, besa y saborea, disfruta sin miedos y cuéntamelo con una cerveza. Si él está, tu seguirás estando. Y si sale mal, coge tus corazas, quítales el polvo y vuelve a ponértelas. Pero esta vez, déjalas en el rincón y disfruta. No te hacen falta. Lo veo en sus ojos y en como habla de ti. Estáis maravillosamente jodidos, y con corazas o sin ellas, solamente os queda vivir…

 

 

 

 

 

Ellas…

5 febrero, 2019

¡Hola MAMÁ! Y sí, diga lo que pueda decir la Academia o cualquier desaprensiva que pase por aquí, MAMÁ se escribe así, con mayúsculas para que le quede claro a todas ellas que pasaron y que pasarán, que mucho tendrían que ser para que su nombre pueda escribirse siquiera parecido.

El caso es que ayer le dije «Hasta el Jueves», pero ella, en toda su sabiduría para elegir momentos, por segunda vez en semanas recientes, y con la puerta entreabierta me dijo antes de cerrar que ya era hora de ir pensando en qué pasaba a final de curso. «Así como sin presión» o algo parecido dijo PAPÁ, que también va con mayúsculas.

Y el mensaje y la puerta entreabierta me dejó a mí con la sonrisa torcida y también entreabierta, mientras me desangraba en pensamientos con media hora de carretera por delante. No es mucho quizás, pero cuando uno se desangra de algún modo cualquier minuto es oro. Pongamos música, me dije, y recordando el concierto del sábado me monté en el Cadillac de Loquillo y nos fuimos a dar una vuelta por el Tibidabo. Acabamos borrachos, recordando a la rubia que tenemos en común.

Volvamos a MAMÁ, que dudo yo que se preocupe más de lo necesario. Siempre pragmática en cuanto a que la vida es la vida y que de ciertas cosas uno no debe preocuparse porque sencillamente escapan de su control. Pero en esto sí, en esto es MADRE y supongo que lo que quiere es un camino sin muchos rodeos, bien asfaltado por delante para que no duelan los pies al caminarlo. Quiere un camino por delante que nos lleve en línea recta, que lo elijamos nosotros, sus tres, y que seamos felices en él. Un camino estable, que nos permita hacer lo que queramos y del que no nos desviemos demasiado. Que de A nos lleve hasta B, y nos permita seguir el abecedario por nuestros días como ella pudo seguir el suyo. No la culpo, al contrario, creo que es el tipo de camino que cualquier madre querría para sus hijos.

Y ahí está el problema, que mi camino salteó siempre letras, que me desvié por cuanto entretenimiento o apetencia encontré, y que recorriéndolo así he podido considerarme medianamente feliz. En cada encrucijada elegí en libertad, aunque A no tuviera la más remota relación con B. Hice lo que se esperaba, estudié cuando debía y no tuve problemas en trabajar de lo que fuera y por lo que yo considerase justo y adecuado a cada momento. Y esa libertad de elección se la debo en enorme proporción a ellos, que nos educaron bien y que en su camino sacrificaron algunas letras de su abecedario para que nosotros deletreásemos el nuestro. La mochila descargada, nula propiedad, nula carga, y hacia delante, letra a letra.

Y creo que debo disculparme aquí por no ser capaz de formar palabras con las mías. Palabras que tengan sentido al menos. Lo mío fueron siempre impulsos, y creo sinceramente que en esa estabilidad que pretende mi madre no sería del todo feliz. Y lo siento eh, y cuando la resaca golpea por las mañanas no me siento precisamente orgulloso de no poder concederle eso a quien sacrificó las letras que tenía, y las que nunca pudo tener, por mi y porque yo tuviera un caminito bien asfaltado por delante.

Así que en esa resaca está precisamente la respuesta. MAMÁ, no se preocupe usted, que yo soy feliz en el Cadillac. Y que esa, a día de hoy es la única respuesta que puedo darte.

Me vine con una mano delante y otra detrás. Volví tal y como me fui hace ocho años. Aquel Septiembre empecé donde siempre, y en Noviembre estaba donde Cristo perdió el mechero. Y luego, la vida pasó, y ocho años después me senté delante del ordenador una tarde y dije «Hasta aquí». Y aunque en su momento os preocupase, fui libre de hacerlo, libre de inventarme un plan, y afortunado de que los plazos se cumplieran en mi favor.

Y ahora, en medio de ese plan no me preocupo por el siguiente. Tampoco valdría de mucho. Hoy aquí, y mañana bajo tierra. O no. O mañana a por otro plan hasta que alguna vez sea el último. Y mientras llega, que a todos nos llega, manos al volante y música de fondo. Cuando llegue a la J de Junio, cogeré la bici, y me iré a perderme por las bonitas carreteras de este país, y cuando vuelva, sentado al sol y en la piscina pensaré en opciones y escogeré la que me apetezca o la que me caiga del cielo. Porque casi siempre lo decidí así, y porque casi nunca salió mal. Me mantuvo despierto e ilusionado un tiempo, y cuando perdí la ilusión, cambié de caminito.

Así que no MAMÁ, no sé que viene después, y lo siento mucho, creo que no le dedicaré más tiempo del necesario a planteármelo. Siento no poder concederte lo que me pides después de tanto sacrificio.

Te puedo recomendar a cambio ese «Cadillac Solitario» de Loquillo. Quiero una vida y una historia que contar, y posiblemente en algún momento sentarme a escribirla. No preocuparme un tiempo por qué sueldo o qué letra toca, y ver qué soy capaz de teclear. Eso es lo más parecido a un plan que he tenido siempre. Y creo que en algún momento será hora de intentarlo.

Y lo único a día de hoy que tengo claro es que ahora el único plan es llegar hasta Junio intentando ayudar a mis niños con sus exámenes. Que si de aquí a entonces tengo la oportunidad de volver a ciertos lugares lo intentaré. El problema es lo imposible de la razón, el problema es que en eso tampoco sería A, luego B y después C. Al contrario, sería un impulso más. Sería volver atrás y al hacerlo, huir hacia adelante.

Pero tú, MAMÁ, entenderías mejor que nadie sin que yo te lo contase, que aquella rubia de pelo corto como el tuyo, llena y rodeada de imposibles, aquellos ojos de los que no recuerdo si verde o azul, pero que me permitieron perderme en ellos, aquella sonrisa que me acompañó unos meses duros arriesgando quizás lo que no debía, aquella con la que me pasaría esta y tres vidas más, esa de la que no hablo y a la que algún día te presentaré merecería la pena el intento y la vuelta atrás. Y creo que como mi madre que eres no me permitirías no intentarlo, no consentirías que viviese con la duda y el «y si…», aún lleno de imposibles, que viviese una vida donde ella no esté, y que no volviese a cogerla de la mano y no dejarla ir. Y en eso espero. Sin forzarlo, esperando a que la vida vuelva a ponérmela por delante, y no hacerlo justo después de haberme ido con una mano delante y la otra detrás y cuando ya no pude hacerla mía, ni ella hacerme suyo. Así que a tí, MAMÁ, te digo que Loquillo y su «Cadillac Solitario», que Bob Dylan y su «Girl from North Country» y que el plan, o la ausencia de él, solo tiene una razón de ser: ELLA…

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My way…

17 enero, 2019

Rogaría a quien cayese despistado por estos lares que por favor sea condescendiente. Hace más de cuatro años que no escribo, y aunque no me olvidé de vivir, sí perdí la buena costumbre de dejarlo por escrito de vez en cuando.

Escribía por impulsos, por gestos, por conversaciones, vivencias, mujeres, experiencias cercanas a la muerte y demás temática variada. Cuando salía, o cuando me daba la gana. Y tampoco sabría responder a la pregunta de por qué ahora y no antes. Sed condescendientes y permitidme dejarlo en un simple «prometo intentarlo a partir de ahora».

Estos años quise escribir sobre muchas cosas, pero sobre todo, y en tiempos más cercanos, quise hablaros de ella. Simplemente no pude, pues ella es y será tan esquiva en lo real como en lo que se refiere a las letras. Quizás algún día lo haga, quizás algún día algo parecido a lo de hoy me anime a presentárosla.

Fue hace unos días en un par de conversaciones sobre la vida, su duración y sus tiempos. Asustó comprobar que me acerco peligrosamente a lo que espero sea la mitad de toda mi vida productiva. Hubo un tiempo en que fui más joven, pero ahora que veo la juventud en otros, empiezo a mirar con algo más de incertidumbre lo que sea que me quede por delante.

Puede incluso que haya sido a petición del respetable, a los diferentes «¿te acuerdas cuando escribías?» o a los «Deberías volver a escribir». Nunca supe qué responder, pero adeudo algo a cambio de su interés e insistencia a ese respetable al que aprecio más de lo que debo confesar.

Quizás no fuera hace días, ni por ese respetable, quizás fue hoy, en una de las varias vidas que ya puedo decir haber vivido. En ésta, me siento delante de niños que empiezan a ser jóvenes, y les ayudo, o intento ayudarles, con su Inglés. A veces hablamos y a veces incluso les dejo preguntar. Creo que es la mejor manera de que se enganchen y muestren interés. Tienen una edad complicada en la que dejan de ser niños y empiezan a verse adultos, y sin embargo yo empiezo a peinar canas y al mirar atrás me asusto al comprobar cuán jóvenes son ellos, y cuán rápido empiezo a crecer yo.

Quizás fue hace unos días o quizás hoy, cuando ella preguntó «Maestro, ¿Tienes novia?» en su, aún por pulir, Inglés de Fuentes de Andalucía. Quizás fue al rato y tras responder, cuando algo me animó a escribir, ¿Quién sabe?

Lo que si sé es que mientras practicábamos el oído con diferentes canciones, les ofrecí una de mis favoritas, y al preguntarme la razón de que aquel muro mágico fuera uno de los imprescindibles de la banda sonora que acompañó mis vidas elegí el silencio por respuesta. Hablan demasiado, y de vez en cuando no les importa que no responda una pregunta,  y al responder la siguiente, ya se olvidan.

En 1995 tenía yo exactamente su edad, y año arriba año abajo, aquel muro de las maravillas sonó en un salón reconvertido en discoteca en algún lugar de la Costa Azul. Y con ella acordé que era de ambos nuestra favorita. Y a ella y a su educado rechazo, le dediqué la canción alguna vez más. Fue bonito, fue un precioso y temprano fracaso en el amor. Un reconocimiento entre miradas de niños, que sí, pero que no. Tampoco le dedicaré más tiempo, pero si ella cae por aquí, se reconocerá en aquel muro de las maravillas. Aquí tiene mi agradecimiento y su mención. Supongo que en aquel entonces dolió,  y sobre eso quería escribiros.

Sobre quemar etapas, vivir, amar, reír, llorar, vencer, perder, que duela, que sane,  volver a vivir y empezar la lista por el principio. Una y otra vez, que se olviden los nombres, se difuminen las caras y se ahoguen en el tiempo y el olvido las lágrimas. Que mires atrás por inesperadas razones, y casi ni te acuerdes del mucho tiempo que ha pasado desde entonces hasta hoy. Hablaros sobre las vidas que viví, en las que hice de todo, y me faltó poco por hacer. En ese Elvis que hoy versionaba enfrente de un grupo de niños y en formidable viaje en el tiempo de más de 50 años. En que lo hice todo a mi manera. A mi manera perdí, gané, viví y a mi manera seguiré haciéndolo.

A mi manera y a la de nadie más fui gigante entre sábanas y lloré envuelto en otras. A mi manera y no a la de otros amé a quienes se dejaron y a algunas de las que no. A mi modo y sin remordimiento alguno fui viviendo vidas, cambiando oficios, recorriendo caminos y compartiendo momentos. Sí, al mío, a mi estilo, con mis fracasos y mis éxitos fui quemando etapas y atracando en puertos, viendo amaneceres, y olas romper con furia. Y aunque algunas veces me avergonzase de los reflejos que me devolvían los espejos al despertar, cuando miro atrás y respondo preguntas a los niños que empiezan a crecer, y aunque a veces una canción y unas letras me remuevan el alma, lo cierto es que al llegar a casa y ponerme a juntar palabras, sólo puedo estar orgulloso de cuántas vidas viví y esperar ansioso las que me queden por delante. Ojalá vivan ellos la mitad de lo que viví yo. Tendrían una buena vida y podrían irse en paz, y a veces, aunque otras pudieran llegar a dudarlo, se acostarían dándose un sincero aplauso. Ole tus cojones, chaval.

A todas mis vidas, desde la Costa Azul a la Pérfida Albión, las amo con todas mis fuerzas. Ellas fui yo. Fueron mías, y siempre en silencio esperando a un acorde que me remueva el alma, siguen ahí. Y aún hubo tiempo para que Elton John viniera a regodearse de no recordar si sus ojos eran azules o verdes, en la que era «su canción», pero que eran los más dulces que había visto nunca. Y sí, los de ella, de la que os hablo sin hacerlo, esquiva en lo real como en las palabras, eran los más bonitos a los que me rendí jamás. Y lo hice a mi manera, a la mía y de nadie más…

 

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Una mirada perdida…

11 agosto, 2014

Se detiene segura al llegar al bordillo de la acera de enfrente. La miro. No le quito los ojos de encima, aunque ella, ni me ve. Últimamente me pasa a menudo. Magnetismo con las féminas creo que lo llaman, o seguramente, ausencia de él.

Lleva un vestido largo y de gasa. Parece fresco, y es de tantos colores que el día que lo tejieron tuvieron que inventar la mayoría. Está preciosa, y lo sabe. Sabe que la miro aunque se siga haciendo la remolona. Es consciente de que estoy justo enfrente suya, y aunque haya diez metros de distancia, me huele, me percibe, estoy convencido. Juega con sus manos entre los pliegues de su vestido, inocente, con la mirada a veces perdida, a veces distante, y las menos, clavándose en el fondo de mis pupilas. Podría parecer que lo hace sin control, como si fuera un tic inconsciente, pero no la creo. Lo he visto cientos de veces antes. Sabe lo que está haciendo en todo momento.

De repente, el tráfico a izquierda y derecha se para. Me calo las gafas, ajusto el casco, y tiro del pedal. Ahora ella no parece tan segura como al principio. Duda, como si algo no le cuadrase o hubiese visto un fantasma. El tipo de duda que ante una elección de vida o muerte, hace que la segunda, se te lleve por delante. Sin preguntar, con la guadaña siempre presta.

Mientras piensa, paro la bici a su lado, en equilibrio y sin pisar suelo. «Puede usted pasar señora, está en verde» le susurro. Y da un paso dejando sus dudas detrás. El semáforo no ha sonado esta vez, y ella sigue escuchando el tráfico del cruce. La cubro con el cuerpo y con mi bici, y la vigilo de reojo al pasar. Ahora no hay titubeos, y cruza su mar hasta la acera de enfrente, con forma de orilla y salvación.

Meto pedales y me paro en seco a los dos metros. «Gilipollas» me digo, «Es ciega, no sabe lo que es el verde aunque lleve un precioso vestido de colores y sienta el sol en su cara».

Leí una entrevista hace tiempo. Un ciego decía que preguntarle a él qué es lo que ven, es preguntarte a tí mismo que tienes detrás de la nuca. Me pareció una explicación sana y certera. Un mar de tinieblas, nada, el vacío más absoluto.

Y sin embargo, a ella le perdono que aún no quitándole los ojos de encima, esta vez no me viera. Sé que sabía que estaba ahí, y aunque no diera las gracias, aún concentrada en sus dudas al cruzar, me fui con la conciencia tranquila. En su mirada perdida, a un lado y a otro, y en los fugaces momentos que mis ojos y los suyos, descontrolados, se cruzaron, pensé que quizás vean más de lo que cuentan.

Quizás desde su mundo de tinieblas fuera capaz de hurgar en las del fondo de mi alma. Lo sentí así mientras la miraba y me alejaba. Sólo espero, si fue así, que aunque no fuera nunca capaz de explicarle lo que es el verde, no le disgustase lo que «vio» en mi interior. Al fin y al cabo, en ese paso de cebra, mi alma se ha cruzado para siempre con la suya…

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Con el cuchillo entre los dientes…

4 mayo, 2014

Así he procurado entender siempre la vida. Aprendí de mis mayores, de los que se fueron, y de los que aún están. En una cuestión que es ley de vida, hay que tener la suerte suficiente como para que tus mayores, sean además, los mejores. Bendita casualidad. No puedo evitar reconocer sin embargo, que precisamente por su excelencia en todo, o por la madurez que le dieron los años, son bastante más inteligentes y más templados que yo, y tan sólo he visto relucir las hojas de sus cuchillos en momentos extremadamente puntuales y necesarios. Mi cuchillo no es así. El mío es, de joven, torpe.

En la paleta de valores en que, a modo de colores, guardo los míos, no hay tonos. Escribo y vivo en blanco y negro. No es que no existan los grises, es que mis ojos no consiguen distinguirlos. Tara de nacimiento supongo, o que no me da la gana intentarlo. Sea lo que sea, desde luego, es mi completa elección, pues sin llegar a su experiencia o inteligencia, tengo de ambas lo suficiente, como para discernir lo que me apetece, y lo que no. Vuestros grises, los de todos vosotros, no los quiero en la paleta, ni en la pintura de mi vida. De sus líneas y sus trazos, ya nos encargamos a medias, y de siempre bien avenidos, Dios mismo, y un servidor.

En mi vida y su pintura. En el amor, la amistad, el sexo sin compromiso e incluso, mi compromiso sin sexo. Mi lealtad entrego en contadas excepciones, y rechazo las demás en demasiadas. No me valen los grises. Nunca me valieron. Me aprecio demasiado para valorar grises y sus medias tintas. Escribo y vivo en renglones rectos y letra legible. Alto y claro. Ni perdono ni olvido. Quizás todo ello no me convierta en un católico ejemplar, pero tampoco me veo de blanco y alojado en el Vaticano. Hay para ello otros mejores que yo, y más cercanos a la santidad.

Podríamos decir que es un aviso a navegantes que de obvio, resulta innecesario. Bien saben de mis dientes y mis cuchillos los pocos a los que cedo mi compromiso, y me permito conocer. Tengo demasiados años, y me quedan demasiado pocos por delante como para andar con pérdidas de tiempo. Si no pudo ser a la primera, no habrá una segunda. No hay vueltas atrás. Tomar distancia no lo enfriará ni contribuirá a arreglar las cosas. Mi vida se ha vivido siempre en una única dirección, la mía, y la de los míos. Ellos gozan de todo el compromiso que me ahorro negándoselo al resto. Total, son los únicos que lo merecen de un modo incondicional.

En la política, en mis ideas, en mis valores, sueños y temores. Mis opiniones, mis creencias, y mi libertad. Todas y cada una de ellas, y en especial la última, no se las debo a nadie, sino a la buena mano de mis padres, firme y constante, sin atosigar jamás. Percibo que con los años, se potencia, y que la compañía o su ausencia, no sólo no la debilita, sino que la fortalece. Seguro y convencido de que ese y no otro, es el camino correcto. Es mi fe, y no trato de imponerla sobre la de nadie.

Por ello, ahórrate tus juicios. Los literarios son bienvenidos. Escribo para que leas y para que aprendas, si es que quieres, o si es que tengo algo que enseñar. Guárdate los otros. Aprovéchalos con cualquiera que esté dispuesto y predispuesto a escucharlos. Quizás le sean de ayuda. No te los pido, no los necesito, ni jamás, bajo ninguna circunstancia, te los consentiría. Juzga y siente pena si quieres. Confirma tus prejuicios. Camina hacia la esquina, encuentra alguien cómplice, y cuéntale, qué pena más grande, cuánto odio, no tiene salvación. Táchalo de justo o de injusticia. Pídete un café y haz su digestión como consideres oportuno. No es asunto mío. No me preocupa en absoluto. Qué pena. Lo que quieras, lo que tú digas, y sobre todo, y para tí, seas quién seas, te fueras o aún estés, la perra gorda.

Que no lo entiendes, que no lo digas. Que te lo ahorres, que le cuentes tu película a otro. Que no me hables de la paz en el mundo ni de la bondad del ser humano. Que en un mundo lleno de hijos de puta desde el principio de los tiempos, decidí hace mucho rodearme de los míos y de nadie más. Que no estoy hecho para grises. Ni para comunidades de vecinos. Que no soy parte del pueblo. Que mi bandera es la mía, mía, y de nadie más.  Que en la cueva donde pueda yo esconder mis miserias, soy el mismísimo Platón. Yo las escribo, y no quiero que me las escribas. Que quizás al fondo haya luz, y sea precioso, y todos vivamos en paz y con siete vírgenes alrededor. Pero no me interesa, no me la cuentes, no te apiades de mí, y sobre todo, no intentes imponerme tu cueva o la de los demás. Ni a mí, ni a ninguno de los míos. No, gracias, de esos, si no pudieran o no supieran, ya me encargaría yo.

Yo me muevo bien con mi cuchillo entre mis dientes. Excelente en la distancia corta, rápido, y letal en el degüello. No lo pienso dos veces. Rebano un pescuezo y me voy a por el siguiente. No necesito que lo entiendas, ni tu comprensión, ni mucho menos tu misericordia. Ya me juzgará Dios cuando deba y cómo le plazca. No pretendo la salvación de mi alma, y no se lo tendré en cuenta si la condena impuesta es eterna. De aquí a entonces, me bastan mi cuchillo y tu sangre. No hay honor ni placer en lo que hago ni en lo que digo. No hay ni odio ni rencor. Es tan sólo una aséptica poda de las ramas que no quiero que oscurezcan mi camino. El lugar adonde lleva, no le interesa a nadie más que a mí. Es instintivo y maquinal. Así lo aprendí, o así creí que me lo enseñaban.

No me hables de solidaridad, del bien, del mal, de la comprensión o tus principios. Ya cumplo con la sociedad trabajando a cambio de un salario digno y honrado al velar por los sueños tranquilos de aquellos que no puedan defenderse. Ni derechos humanos, ni valores, ni amor al prójimo ni pascuas, santas o no. Mis principios, mis valores, forjados por el paso de los años son compatibles con el resto siempre y cuando no se interpongan ni en mi camino, ni en la pervivencia de los míos, de mis ideas, o de las suyas. Ningún imperio, de Roma a Constantinopla, de los pastos de Mongolia al paso de las Termópilas, de Flandes a Trafalgar pasando por las Indias, lo puso en duda jamás. Ningún hombre, leal a sus principios los puso en duda jamás. Los medios fueron siempre usados en aras de su justificación. No hay más crítica en ello que la posible a la especia humana y a los muertos de su estirpe. En mi vida, en la de los míos, en mi imperio, en los tajos de mi cuchillo, y en mis degüellos inmisericordes, y mal que le pese a Dios y aunque me juzgue por ello a su debido tiempo, tan sólo, y que te quede claro, mando yo…

 

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Despertar entre fantasmas…

24 noviembre, 2013

Parece mentira que hayan pasado dos años. No me extraña demasiado, quizás la culpa la tengan ellos. O estos otros. Quizás la culpa sea de cualquiera menos mía, que fue el que se vino y el que decidió quedarse. Es mejor culpar a otros de lo que te pasa a ti. O a Dios, al Kharma, al destino, o a su puta madre. Es típicamente hispánico enorgullecernos de las victorias y culpar al resto de nuestras derrotas. Ahí, en los naufragios, mi egoísmo y mi orgullo siempre fueron leales en la ayuda y buenas tablas de salvación. Lo mío ha sido siempre mío, lo bueno, y también lo malo. Así, puestos a culpar a otros o a castigarme a mí, decido no hacer ni lo uno ni lo otro, y tirar para adelante. Que ya vendrán tiempos mejores, u ostias suficientemente importantes como para empequeñecer a las que creí que lo eran. Y no ha ido mal. Es lo bueno que tiene importarle un carajo al mundo, que a ti el mundo, te importa un carajo. Es lo bueno de ser independiente, egoísta y orgulloso. Que en un paralelismo mafioso solo hay que preocuparse de la familia. A los míos no me los toques. Eso sí, depende de mí mantener a los que se merecen el adjetivo de «míos», en un número tan pequeño, que me resulte fácil defenderlos. Más allá de ellos, no me importa gran cosa el resto. Total, puestos a entrar al infierno a hombros y por la puerta grande, mejor llevar por montera la soberbia, que la envidia.

Dos años como decía, y parece que fue ayer. Y ya no culpo a nadie. Me acostumbré a las sonrisas que me rodean, y también a derramar alguna lágrima. Me hice al frío y a las noches tempranas. A los días cortos y también a cambiar sol por lluvia. Batallé contra mis miserias, y aún a riesgo de perder a veces la cabeza, siempre gané dos cosas: vencerlas a ellas, y mantener la poca cordura que me quedase. Y creo, que dos años después, puedo decir sin temor a equivocarme, que vencí todas y cada una de las veces. Ya os dije que los niños lo hicieron todo más fácil. Aquí encontré un sitio en el que abrirme a cabezazos mis propios caminos. Merecía la pena intentarlo, y no sólo encontré mi sitio, sino que el lugar decidió acogerme bien. Conectamos bien, desde el principio, como esas historias de amor que ni se esperan, ni se desean. Intensas desde el principio, envueltas de un fuego tan cálido, que abrasa todo lo demás.

Si me dijeran ahora que voy a quedarme dos años más, no me preocuparía lo más mínimo. Compraría una buena provisión de libros que sustituyeran a los que he devorado en mis dos años aquí, y me quedaría tan pancho. Mientras la familia esté bien, aquí, este pequeño aspirante a Corleone, no se preocuparía absolutamente por nada, y menos aún, por nadie. Esta es la vida que elegí, y aunque algunos la hicieran más fácil, pasados dos años, no me arrepiento de nada. Puestos a elegir de nuevo, volvería a escoger lo mismo, sin cambiar un ápice de ello.

Dos años decía. Hace una semana, en una conversación, solté algo que me gusta tener presente. Venía a ser, más o menos, que  todos tenemos nuestros fantasmas al irnos a dormir, y lo único que hay que intentar es aprender a llevarse bien con ellos. Yo lo he hecho con los míos. Siguen ahí, con sus nombres, todos y cada uno de ellos. Y vuelven de vez en cuando, a recordarme entre sueños y pesadillas, que no tienen ninguna intención de irse. Que están tan bien entre mis sábanas, que ellos, tampoco cambiarían de dueño puestos a elegir.

Hace dos años, hubo en mis decisiones algo de huida hacia adelante. En mi pasado inmediato había hecho de todo. Había subido y bajado. Rompí con todo una y otra vez. Destrozaba algo y empezaba de nuevo, de cero. Cuando la pendiente era agradable vivía sin más. Si el camino se torcía, siempre había un punto al mirar atrás al que podía culpar sin temor a equivocarme. De aquellos polvos venía cada lodo. Y una vez tras otra, la única solución, era romper con todo y volver a empezar. Y era esa una dinámica, que amenazaba con volverse cíclica e insana. Aquel punto, aquel maldito fantasma, siempre estaba ahí. Bien visible, para que al mirar atrás no pudiera confundirlo con otro. «Sigo aquí» decía, «y no pienso irme hagas lo que hagas».

Acostumbrado a romper con todo y a empezar de nuevo, pegar un salto a otro mundo no me daba el más mínimo vértigo. A la pregunta de «¿Por qué?» la respuesta fácil era «Es bueno para mi futuro». Y aún siendo consciente de que eso no te lo promete nadie, a mí me bastaba como respuesta, y al resto, también. Mejor así. Jamás se me dio bien poner excusas ni contar mentiras. Si con eso dejaban de preguntar, a mí me bastaba, y a ellos, también. «Vete entonces», y me fui. Y como siempre, funcionó durante un tiempo. Encontré mi sitio y viví dos años con sus días y sus noches. Unas tranquilas, y otras no tanto. Viví al fin y al cabo, y convencido de cada uno de mis pasos. Mirando atrás y sin fantasmas alrededor, al menos, durante un tiempo.

Pero, ironías de la vida, en un universo condenado a extinguirse más temprano que tarde, todo y todos tenemos un final. Todo se acaba en algún punto, y la eficacia de las huidas, también se diluye con el paso de ese implacable asesino que es el tiempo. Es a él al que hay que temer. A cada uno de sus disparos en forma de segundos. Uno tras otro, implacables e incansables. Y cuando el tic tac de las agujas, se termine también, allá estará la muerte con una afilada guadaña para rebanarnos a todos el pescuezo. Es la dama oscura de guadaña brillante la ejecutora final de un asesino implacable. Y no es a ella a la que hay que temer, sino a él. Que no se cansa, ni concede perdón.

Cuando el tiempo acabó con la eficacia de mi huida, miré atrás y allí estaba ella. Disfrazada de punto cuando era un maldito fantasma. «Sigo aquí», decía, «y no pienso irme hagas lo que hagas». Y lo peor es que ésta vez, me daba igual. Había huido tanto que ya no pensaba hacerlo más. Y pude ver cómo me miraba, confusa, mientras yo le mantenía la mirada y le devolvía una sonrisa. Tras haber recorrido miles de kilómetros, tras haber bajado hasta las más oscuras profundidades, y haber sacado de ahí poco a poco mi cabeza, tras haber empezado de nuevo mil veces y dejar pasar lo que parecían mil años, seguía ahí. Tan reciente como el primer día. Tan cercana como la primera vez. Perfectamente reconocible entre tinieblas. Brillante y magnífica. Por más que yo corría, aquel punto, aquel fantasma, siempre me alcanzaba. Pero esta vez ya estaba acostumbrado. Todos tenemos fantasmas, y es bueno llevarse bien con ellos. Así, cuando te vas a dormir, no te preocupa demasiado que te despierten. Y al devolverle la sonrisa y verla confusa en la distancia, esa vez, fui yo quien le habló.

«Quédate», le dije. «Así podré contarte que veces, cuando me despertabas, silenciaba tu nombre cerrando mis labios para que no lo escuchara quien dormía a mi lado. Te hablaré de cómo te negué y escondí tu nombre disfrazándolo con otro. Otras me desperté sobresaltado, odiándonos a ambos por seguir ahí. A ti por quedarte y a mí por no correr lo suficiente. Preocupado por no ser capaz de mirar atrás sin ver siempre fantasmas, agobiado con la idea de soñarte siempre, y jamás, aprender a olvidarte.  Intentando acabar con todo casi fui capaz de olvidar que a ti y a tu fantasma, os debía lágrimas pero también sonrisas. Que si no te hubieras aparecido una vez tras otra, yo habría sido diferente, y no habría encontrado en mis huidas lugares como este. Que en mis dos años aquí me despertaste más veces de las que debería confesar. Así te contaré, que a veces, en primavera, el viento me trae los susurros de las flores que gritan tu nombre, que es, entre flores, nombre de Reina. Quédate te digo, puestos a tener fantasmas y a tener que aprender a vivir con ellos, me alegro de que tú, estés entre los míos. Me alegra que tu nombre, con todas sus espinas, me despierte aún a veces. Quédate te ordeno, para que así algún día puedas saber que de entre todos los fantasmas que pueden despertarme sobresaltado, tú, sigues siendo la más bonita…»

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Lágrimas y asfalto…

18 julio, 2013

«¿Y no te aburres sólo?» preguntó clavando el azul de sus ojos en los míos. «Sí, a veces canto» respondí sin dudar. Y no había más verdad que esa. Pedirle matrimonio ante su pregunta no era apropiado, aunque habría solucionado esa parte de soledad.

Pero tiene su encanto, aunque no haya calidad musical. Tampoco importa demasiado. Bajo un casco y dejando que el viento azote tu cuerpo cansado, nadie puede oírte. Tu piensas y conduces mientras ves el mundo cambiar a tus lados. Bajas Normandía y las tierras del Loira. Te pierdes entre kilómetros cuadrados de viñedos en Burdeos, pides ayuda como puedes, y te desesperas al verla y no poder arrancar. Das gracias a Dios, o a quién sea porque a la mañana siguiente amanece de nuevo. Y apuntas a los Pirineos como un objetivo. Dejas la Galia atrás y los cruzas a lomos de tu caballo azul, como siglos antes hiciera Aníbal a lomos de Strategos. En dirección contraria eso sí, y en la soledad. No te acompañan setenta mil almas. Los tuyos van contigo. Los tuyos y nadie más.

Y desciendes sólo, mientras cantas. Paras aquí y allá. Una buena charla y una fría cerveza. Visitas a los justos y a los que te esperan. A los que puedes. Aquellos que te reciben con una sonrisa y encogen su corazón al verte. Picas estribos y embragas primera. Corre Paula, corre tú, que yo te canto. Al final del día la besas y le das las gracias. Eres fiel compañera, le susurras. Y al irte a dormir, te crees, en tu propia locura, que ella cuida de tí, del mismo modo que tu la montas con cuidado. No hay soledad en ello, sino una relación honesta y sincera.

Dejas la familia atrás, los últimos vestigios de una generación que cuidó de tí mientras eras incapaz de andar. Les limpias las lágrimas de sus mejillas, y les devuelves las gracias. No hay esfuerzo en visitar tu historia. Eres ellos, y allá dónde vayas, lo serás siempre. Mi tía gusta decir, que mi abuela viaja conmigo. Me gusta pensar que puestos a viajar, se montan todos. Así ven lo que yo veo. A lomos de Strategos, mientras cruzo los Pirineos. Aunque ya no estén, aunque hace tiempo que se fueran para no volver.

Hay cerca de Ávila un pequeño pueblo. Se llama Sotillo de la Adrada. Vayan allí. Tengo familia de la buena, de la que no es de sangre y te trata como si lo fueras. Pregunten por ellos. Un pueblo cercano a ser dormitorio de Madrid. Un pueblo alargado y de carretera. El típico pueblo dónde sólo pararías a repostar. No hay mucho más interés en él, que la sierra que lo circunda. 

Pero en Sotillo, como en todo lo inesperado, merece la pena parar si alguna vez tienen la suerte de hacerlo. Pregunten por mi familia. Les reconocerán. No hay nadie en mis kilómetros tan acogedor como ellos. Y dadle recuerdos. Hacedlo de mi parte. De corazón.

Si la conocen a ella, no le digan nada. Esperen a que pregunte. «¿Y no te aburres sólo?» dijo. «Sí,  a veces canto», respondí. Era eso o «Cásate conmigo». Así tendría un motivo para volver. Así podría volver de vez en cuando y no esperar 6 años entre vez y vez. «¿Por qué no te quedas?» preguntó su madre. Y ahí sí, ahí no supe que responder.

Era lo que debía hacer. Me tratan tan bien que me habría quedado encantado. Es una de las ventajas de la soledad. Tú pones tus plazos, y los demás se adaptan a ellos. Llegas cuando quieres, y te marchas aunque duela. Y sin esperarlo, al ver sus lágrimas en las mejillas, supe que irme era una buena decisión. 

Hay una casa al final de Sotillo. Un buen lugar para visitar. Vive en él una familia capaz de hacer sentirse querido a alguien que no lo merece y que viaja sólo. Es una agradable sensación cuando estás lejos de casa y de los tuyos. Saber que allá dónde vayas, te esperan buenas charlas y una cerveza.

Les abracé, les di las gracias, y limpié las lágrimas de las mejillas de una madre que me trató siempre como si fuera un hijo más. Me escondí bajo el casco, embragué primera, y quemé asfalto y sentimientos, al calor de un julio cualquiera en Castilla. Cual Aníbal. Picando espuelas sin mirar atrás. Si lo hubiera hecho, el cielo azul de sus ojos habría visto que lloraba, y que ésta vez, no quedaba nada que cantar…

 

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