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Un andén a ninguna parte…

28 febrero, 2024

Hay lugares que siempre incitan a escribir. Conocéis varios de los que me inspiran, aunque creo que este no lo mencioné jamás.

Me perdí en cementerios con lápidas grises e inscripciones ajadas por el tiempo y la tempestad. Me recordaron siempre la humildad del ser humano ante la vida. Un suspiro, un instante, y hasta siempre.

Vagué por playas oscuras, mientras cielo y mar se fundían a negro. Con el murmullo de olas, la suave arena en los pies, y en la lejanía, un majestuoso faro a modo de vigía. Uno que lo ve todo, uno al que todos ven. Un guía, un ángel de la guarda para cualquier alma perdida.

Como decía, de este nunca hablé. Y los pisé mucho y no siempre a gusto. Sí que es verdad que no son lo que fueron, ni siquiera son los que alcanzo a recordar de mi niñez. No siempre cualquier tiempo pasado fue mejor, y no siempre, cualquier tiempo futuro alberga esperanza. Miente todo aquel que os lo afirme rotundo. Y si no miente, juega con vosotros a las medias verdades.

Mis recuerdos huelen a gasóleo y saben a despedida. Se ocultan tras una niebla espesa resultado de una mezcla maravillosa de humedad al amanecer y tabaco del duro. Se adornan con un regusto amargo a café solo. Uno doble. Añadidle un silbato o un aviso de última llamada. Un último adiós que se ahoga entre lágrimas y un susurro que dice «cuídate». Un alma se marcha y la otra se queda en un andén. Mirando a la lejanía sin faro que le alumbre. Todo lo que tenía se aleja lentamente. Volverá, o no, y prometerlo sería jugar a las medias verdades. Otra vez. Y esta vez no hay faro que guíe sino una niebla que abriga al tren mientras se marcha.

Una estación de tren y sus andenes. Cientos de historias de reencuentros y despedidas, de ilusiones y esperanzas, de sonrisas y lágrimas, todas ellas condensadas en un frío y amplio espacio al que sólo añaden calor el gasoil, el tabaco, el café, y los corazones que se abrazan una y otra vez. De este lugar, nunca os hablé.

Llevo semanas mirándola de reojo. Ha estado siempre ahí y no le he prestado mucha atención. Tiene el encanto de todas las estaciones de tren, por razones e historias obvias. Pero es fría y moderna. Limpia, pulcra, sin humo y sin café del duro. Un par de grandes cadenas te sirven el mismo insípido aguachirle. Pero la miro como decía, y cada día que camino cerca de ella, la miro con detenimiento. Creo que el problema es que ahora sé. Y al saber, la miro con otros ojos.

La observo de arriba abajo esperando no sé el qué. Quizás aparezca. Quizás en una de esas mañanas de vuelta de mis sábanas revueltas. Quizás en uno de mis paseos. Quizás un día, puede que jamás. Y la miro. confieso que a veces entro y observo los andenes. Escudriño cada cara y cada historia, buscando no sé muy bien el qué. La busco sin descanso porque un día supe que estaría, pero lo cierto es que se fue.

Y al rato, hastiado de que los tiempos hayan cambiado, de no poder encenderme un cigarro, tomarme un café y seguir observando oculto tras la neblina, echo una última mirada a un andén a ninguna parte. Quien promete que cualquier tiempo pasado siempre nos parece mejor, quien dice que cualquier tiempo futuro alberga esperanza, os miente. Pero en ese faro que sirve de guía, en ese cementerio que es cura de humildad y en ese andén a ninguna parte y futuro incierto, en ese andén que es hogar de reencuentros y despedidas, siempre prefiero buscarla y quedarme con el maravilloso y magistral final de «El Conde de Montecristo». Ya sabéis, ese eterno «confiar y esperar»…

Vivid, pues, y sed dichosos, hijos queridos de mi corazón, y no olvidéis nunca que hasta el día en que Dios se digne descifrar el porvenir al hombre, toda la sabiduría humana estará resumida en dos palabras: ¡Confiar y esperar!

Un andén a ninguna parte… by Juan José García Gómez is licensed under CC BY-NC-ND 4.0

Un pacto de sangre…

7 enero, 2024

Me gusta pasear y fijarme en las parejas. Han sido buenos días para ello. Ser el otro, el eterno soltero, el mujeriego y calavera tiene muchos inconvenientes que combato en noches de soledad y que se agigantan con el paso, y el peso, de los años. Pero también tiene sus ventajas. Digamos que «yo sé», porque fui el otro tantas veces, que no me quedó más remedio que aprender. Me pregunto si ellos «saben» tanto del otro como parece cuando pasean. Y les miro fijamente buscando respuestas entre sus resquicios. Y sigo paseando, con un cigarro entre los labios y media sonrisa pícara. Si ellos supieran…

El ejercicio de mirar al pasado es cíclico y no siempre es agradable. Va por rachas. Y supongo que ahí también, el peso y el paso de los años juega un papel importante. Todos lo hacemos, antes no lo sabía, y ahora lo sé a ciencia cierta. También han sido buenos días para comprobarlo.

No la vi, no pudo ser, y aunque lo dude, ya tendremos tiempo de averiguar si fue mejor así. Pero la vislumbré tan nítidamente mientras hacía la pregunta que me erizó la piel al recordar. «Todas son rubias y de ojos azules» dijo. Y no, no lo son, aunque como las meigas, haberlas, haylas.

Me recompuse como pude tras la puñalada al costillar. No salieron ni agua ni sangre como en la lanzada de Longinos a Cristo, pero sí mis recuerdos a borbotones. Y creo que fui digno y sincero en la respuesta: A veces hay cosas que no nombras. Hay recuerdos que no confiesas. Recuerdos que le escondes al mundo. Unas veces los escondes en el cajón más apartado para que cojan polvo, intentando infructuosamente que no vuelvan jamás. Vuelven, siempre vuelven a acecharte cuando menos te lo esperas. Implacables e hijos de puta. Otras veces los contemplas en silencio como en su bolita de cristal. Los agitas y los endulzas mientras contemplas como la nieve los cubre.

Decía que me gusta pasear por las calles y observar a las parejas. Ahora yo sé. Y ellos, también saben aunque no lo confiesen. Pasean de la mano sabiendo, en un pacto secreto y no mencionado, que ambos tienen sus cajones y sus bolitas de cristal llenas de recuerdos. Y no, ni siempre las confiesan, ni siempre las olvidan. Siguen ahí. Arrinconadas en las profundidades de un íntimo silencio. Lo aceptamos como unas reglas de un juego al que sabemos jugar todos. No les culpo. Al fin y al cabo, es más fácil enterrar y arrasar con el pasado. Más cómodo y sencillo disfrutar lo tangible del presente, y no preocuparse ni de las vueltas que pueda dar la vida ni de hipótesis futuras. Más vale pájaro en mano se dicen. Callan, se dan la mano, y siguen con sus vidas sin mirar atrás…

Me siento donde acostumbro. Las escalinatas del Archivo de Indias son cómodas y me mantienen a distancia prudente del bullicio. Puedo observar y pasar desapercibido. Me enciendo un cigarro y le respondo en la distancia y mi memoria. Haberlas, haylas, pero no todas son rubias ni de ojos azules. Tú no lo eras.

Son pocas y las escondo. Unas veces porque duelen. Otras porque fueron demasiado y no se lo confesé. Lo que sí tuvieron en común fue sus ganas de charlar y su risa constante. Tuvieron en común que les escondí «Te quieros» que me dio miedo confesar, bien por irracionales, bien por prematuros, o por miedo a que al escucharlo me arrancasen el corazón sus manos desnudas, le dieran un mordisco y dijesen «yo a ti no»

Así que procuro no hablar de ellas y contemplar mis bolitas de cristal. Por ejemplo, en una bolita perteneciente a una vida lejana hay un cementerio inglés. Verde y oscuro, prohibido y al atardecer.

En otra bolita hay una hamaca en una azotea y una noche de verano. Se quedó dormida en mi regazo con las estrellas y un faro como únicos testigos. No pude dejar de mirarla. No le dije «Te quiero» por miedo a que se riese de mi. Dos veces estuve a punto de decírselo en todas las noches que la vi. La otra ya os la contaré.

En otra bolita, en esta que nunca confieso, está ella con su sonrisa, su charla, su pelo revuelto y su moreno agitanado. Se lo habría dicho la misma noche que la conocí. Con la nobleza como testigo y en un pacto de sangre. Dolió como sólo ahora sabe. Se lo habría dicho al recogerla en un aeropuerto inglés. Se lo habría confesado y entregado en una noche de juegos y carcajadas y en un encuentro íntimo y furtivo con oídos al otro lado de la pared. Se lo habría dicho en un paseo empapados, y en una ruta por el bosque, por «su» Bosque. Se lo hubiera dicho tantas veces que ahora no sé si no se lo dije nunca. Tenía cosas que no he vuelto a buscar por miedo a encontrar.

Apuro mi cigarro y los imagino pasear. Se dan la mano y lo hacen felices. Aceptan un pacto que no mencionan ni confiesan. Se pierden entre el gentío y los miro con cierta envidia desde la distancia. Viven y sonríen, arrasando inmisericordes con ese pasado que es más sencillo enterrar. Pongo la música a todo volumen y echo la mirada atrás por enésima vez. Se vuelve con su moreno agitanado y sus ojos oscuros. Le pregunto «¿y si…?». Asiente con una media sonrisa nostálgica desde la distancia. Ahora lo sé…

Un pacto de sangre… by Juan José García Gómez is licensed under CC BY-NC-ND 4.0

Un crupier y dos puñales…

11 octubre, 2023

Una vez, hace mucho tiempo, estuve enamorado. Era joven e inexperto. Fue de las primeras. Rubia y de ojos azules. Me los clavó con el mismo entusiasmo con el que un asesino en serie me hundiría sus puñales, fríos y profundos, a la yugular y con dos trayectorias. Volvió a los años intentando no sé muy bien el qué, aunque ya nada encontrase. Curiosamente ya estaba ahí con el que luego sería su marido. La vida es un bonita película con inesperados giros de guion.

Lo curioso de aquella historia es que con dos puñales clavados colgué el teléfono en una cabina, y por suerte o por desgracia, mis lágrimas se escondieron entre la lluvia. Mojado y desangrándome me fui a donde pude. Era una época de juventud en la que salir sólo no daba miedo alguno. Algo encontraría, algo habría que hacer, alguien estaría. Se iba y ya está.

Aquella noche todo pudo haber durado un segundo más o un segundo menos. La conversación, el autobús que me llevó hasta la cabina, el lento y sádico disfrutar de sus puñales helándome el corazón, aquel coche que me permitió cruzar, y aquel otro que no lo hizo. Un segundo más, o uno menos. Todo duró lo que tenía que durar, para que yo llegase a un paso de peatones, reconociese a una figura, balbucease su nombre, y años después de conocerla, me la encontrase en mi ciudad, de turismo con sus padres. Lo pasamos bien. No sucedió nada reseñable. Paseamos, les enseñé Sevilla, bebimos, reímos y nos pusimos al día. Me ayudó a cicatrizar estar distraído en otras cosas y con una cara familiar. Un segundo más, o uno menos, habría cambiado el semáforo y habrían cruzado perdiéndose para siempre. No los volví a ver, exactamente igual que a la de los ojos como puñales. He contado esta historia muchas veces, y cientos he pensado en ella.

Me gusta salir a andar. Le cogí gusto hace ya tres años. Música, gafas de sol, ropa deportiva, un café, para llevar o en una terraza tranquila. Y soy feliz. Si puedo, intento acabar el día así. Un par de horas de caminata, de vistas, de caras desconocidas que no volveré a cruzarme, alguna sonrisa furtiva en raras ocasiones, y poco más que contar. Mucho que pensar. Un par de horas de caminata a paso ligero dan mucho para pensar. Y casi siempre tengo esa historia presente. Un segundo más, o un segundo menos. Un giro a derecha o izquierda, o un atajo por aquella bocacalle. Cada caminata es parecida, pero casi nunca igual a otra. Intento evitarlo. Digamos que tengo rutas cortas y rutas largas, las varío y las alterno, pero siempre intento que sean distintas entre sí. Tienen inicio y final, pero el rumbo es medianamente desconocido. Más divertido así.

A veces descubro con gracia que algunos de los sitios por los que paso ya los conocí. Que ya estuve allí en otro tiempo. Cada esquina con su recuerdo. Cada giro con su mirada curiosa. Cada paso con su entreabierta sonrisa y su «ya volveré por aquí». Es una especie de «Lágrimas y asfalto…» a los que ya escribí una vez. Paseas, sonríes y sigues.

Otras veces simplemente fantaseo. En cada giro, en cada elección, siempre hago un ejercicio cruel. Pienso en lo que me voy a encontrar, y en lo que me hubiera encontrado de haber elegido la opción alternativa. Si camino por una calle concreta veré algo o alguien que me llame la atención. Pero ¿Qué pasaría si elijo la paralela? Cada elección conlleva dos vidas: la que vives, y la que hubieras podido vivir. La crueldad del ejercicio radica en que las elecciones son infinitas. Y aunque fantasee con saberlo, no sé si querría saber lo que viví y conocer lo que perdí. Sería ver la línea temporal de la vida de múltiples versiones de mi. Una jodida maldición.

A veces tuve encuentros fortuitos. Otras no. A veces me encontré con mi pasado. Unas veces me alegró tenerlo de frente. Otras lo esquivé. Cambié de acera para no cruzármelo al avistarlo desde la distancia y tras el anonimato de mis gafas de sol. O no sabía cómo reaccionaría, o no me fiaba de mi reacción. Siempre, encontrándomelo o no, pensé en si se acordarían de mi y de nuestros rincones como yo me acordaba de ellos. Si en el arcón donde cada uno arrumba sus fantasmas, guardan un sitio para mi. Si en la miseria de sus malas borracheras, el viento susurra mi nombre alguna vez. Es algo tan humano. Nunca lo pregunté. Dios sabrá qué…

«Dios no juega a los dados» dicen que dijo Einstein. Estoy de acuerdo. No, seguro que no le gustan los dados. Estoy convencido de que le parece mucho más divertido concedernos la ilusión de libre albedrío mientras ejerce de crupier en una mesa de póker. A un lado nos tiene a cada uno de nosotros. Al otro lado, la vida. Y reparte sus cartas marcadas con una pérfida sonrisa sabiendo que nos da una y nos quita las otras. Cada mano que reparte nos esconde la que hubiéramos tenido. Lo dicho, una crueldad infinita. Sólo uno en esa mesa sabe a lo que juega.

Y es así como paseo, y supongo que así es como me gusta vivir. Dejamos a nuestro paso una estela de cadáveres. Cada relación social, cada interacción, cada recuerdo, cada sonrisa, cada vivencia, cada confesión, cada entrega, cada puñal, cada momento. Todas y cada una de las cosas que vivimos van quedando poco a poco atrás. Son las leyes de esta vida. Lo viejo debe irse para que se abra paso lo nuevo. Un día nos iremos nosotros. Pero hasta entonces, miras atrás y ves los cadáveres flotando en el mar. Son una estela reconocible, puedes saltar de uno a otro con una sonrisa entreabierta viendo lo que te aportaron y lo que te enseñaron. Aquellos ojos azules, fríos como puñales, me enseñaron al destrozarme, a pasear con los ojos abiertos y explorar cada rincón. Un segundo más, o uno menos. Todo desde aquella lejana y lluviosa noche se ha vivido así.

Hay una niebla blanquecina en la sala mientras escribo. Huele a cerrado y a bebida de la dura. Levanto los ojos y me encuentro los suyos escudriñándome de arriba a abajo. Le da una buena calada a su cigarro. No le cuesta mantenerlo en la comisura de los labios al sonreír. Lleva haciéndolo desde que el tiempo es tiempo. Dejo el lápiz y papel, y capto el mensaje. No habla, no lo necesita, le basta con mirarme inquisidor mientras sonríe juguetón. Dios me enseña dos cartas, mientras insinúa con un guiño que puedo vivir una y castigarme pensando cómo hubiera sido elegir la otra. Le sonrío de vuelta, me enciendo un cigarro yo también. Le desafío, que a mi manera como Sinatra, que no temo sus cartas marcadas, que no olvide cuando me llame que de genio tuve poco, pero que figura, hasta la sepultura. Que un segundo más, o uno menos, cuando me llame a su lado caminaré por el patíbulo desafiante, altivo y saludando al tendido. Que Dios reparta suerte, que aquí se viene a jugar, a pasear, a vivir y a morir…

Un crupier y dos puñales… by Juan José García Gómez is licensed under Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 International

El cielo de las ex…

17 septiembre, 2023

Este texto son dos en uno. El que ahora tenéis delante es público. El otro jamás lo escribiré. Ya no queda quien lo lea y no se lo daré. Ese es mío y para siempre, escrito en un papel y revuelto en un cajón. Aparecerá con los años supongo, y sé que sonreiré al releerlo porque cada texto es un pequeño rincón lleno de recuerdos de quién fui, cuando, y con quién. Ese es el texto del perdón y de la vergüenza, el de los «te quiero» que nunca llegué a decir. Ese en el que derramé palabras para evitar derramar lágrimas.

Este que sí puedo publicar es un poco más tunante. Es el del truhan y vividor. El que me gusta releer de vez en cuando para no arrojarme de cabeza al infierno de mis fantasmas. Este se lo debo a una muchacha en su ventana, y a una conversación reciente entre los pocos leales que quedan ya, que pueda llamar amigos. Reímos y dolió, y en esos dos verbos se resume la vida. Vivir no es nada más que eso. Se nace entre lágrimas, se vive alternando sonrisas y dolor, y al morir se vuelven a derramar unas, y se recuerda con las otras a los que se fueron.

De todas, a esa muchacha y su ventana, hay algo que la convierte en especial. Ella no lo sabía hasta ahora. Es la única que me quiso sin dobleces. Lo sé porque ahí sigue de vez en cuando. Pregunta, contesto, y poco más. Sé que tiene una vida bonita, y seguro la merece. Es fan leal de mis palabras, y ni merezco que siga ahí, ni merezco que quiera leerme, ni desde luego creo que mereciese todo lo que me dio a cambio de lo muy poco que le di. Ojalá haberlo hecho de otro modo, pero me alegro por ti de que no fuese así.

Estos días la cosa fue de estrellas. Hablé de ellas y las puse como ejemplo. A veces me gusta pensar en ese universo infinito. Con cantidades de espacio, materia y tiempo que escapan a nuestra comprensión. Miles de millones de años hacia atrás, y con futuro incierto en sus teorías y otro buen puñado de miles de millones de años por delante. Es un genial ejercicio de lectura y humildad para una noche sin planes. Coged las estrellas desde su formación, cada átomo, cada partícula, intentad verlas expandirse, transformándose sin destruirse. Coged ciertos elementos de la tabla periódica, dejad que Dios los mezcle en una coctelera, contad especies que evolucionan y se extinguen, multiplicadlo por miles de años pensando en la imposible absurdez que resulta imaginar que dos personas, que vinieron de no sabe quién ni de cuantas uniones pasadas, decidan unirse una vez se han encontrado por vete a saber qué coincidencias. Podían haber vivido otras vidas, pero tanto las que vivieron como las que se frustraron, las llevaron justo a ese instante en el que coincidir. Un instante en miles de millones de años. Una coincidencia minúscula en un vasto universo. Dejadlas que se besen y sonrían, y que con un poco de suerte decidan compartir el suspiro que representan sus vidas en un universo inmenso y que vivió miles de millones de años, y todos los que le queden por delante. Un mísero suspiro.

¿Y si no tienen suerte al coincidir? En ese caso aparecen esos leales amigos, te quitan la absurdez de la idea de perderte en las estrellas y de repente uno zanja «Ahora no está, ahora está en el cielo de las ex». Y deja de doler y ríes a carcajadas. Otra más, infinitas como estrellas en el cielo. Ríes con ellos, ríes altivo ahí, y escondes tus miserias en el texto revuelto en un cajón y que nunca entregarás.

Y lo cierto es que lo siento, muchacha en la ventana. Eres otra estrella en el cielo de las ex. Ya no duele, pero siento que lo pudiese hacer. De hecho, te reconozco aquí que seas la única que sigue. De triste que pueda parecer, te da una medida de lo especial que fuiste, al reconocértelo. Gracias por estar entonces, y por preguntar de vez en cuando. Estos días apareciste. Dijiste «escribe», respondí «quizás» y suplicaste «ojalá».

Así que aquí estoy pidiéndote un último favor a cambio de concederte un texto más. Al cielo de las ex en el que habitas, rodeada de infinitas estrellas, va de camino una nueva vecina. Cuídamela. Brilla cuando sonríe, la reconocerás.

En nuestro instante de coincidencia, minúsculo, tuvieron buena parte de culpa el viajar, el vivir fuera y el volver. Encontrarnos cuando podíamos no habernos cruzado jamás. En nuestro instante temblé, como sólo hice contadas ocasiones. Jamás la besé sin ganas. En nuestro instante fui torpe como casi siempre. O lo fuimos los dos. Ojalá haberla abrazado fuerte para que no se fuera. En nuestro instante supimos amarnos, y no supimos cómo reconocernos y tenernos paciencia. Nuestro instante murió como estallan las estrellas. Fue efímero e intenso, especial, o al menos así lo sentí y así me gustaría recordarlo. Reí mucho y me gustó casi siempre ser quién era cuando estaba a su lado. Ese instante, ese suspiro, se perderá en lo inmenso del universo y en lo efímero de la vida. Acabará siendo un trazo más en el lienzo que es vivir. Como todas, como casi siempre.

Por eso, muchacha en la ventana, te pido que la esperes. Que la pongas a tu lado. Que la reconozcas cuando llegue su sonrisa. Que la mantengas cerca, que fue especial aunque quizás no se lo crea. Díselo. Cuéntale que tú lo eres, que contigo fui también torpe y aún así tuve mi encanto. Dile que en mi cielo de las ex las estrellas son incontables, pero que unas brillan con más fuerza que otras. Que siempre las miro, que son mías, que nunca se fueron y que están ahí.

Que aunque riese a despreciables carcajadas con el comentario, hay cierto romanticismo en pensar que todo lo que soy y todo lo que fui, me acompaña de vez en cuando al mirar arriba. Os reconozco a todas, y todas tenéis, vuestro espacio y mi cariño, en el recuerdo.

Habitad ahí arriba en la efímera eternidad que es mi vida. Sed felices. Que la vida os trate bien. Miradme de vez en cuando. Os buscaré y os sonreiré en la distancia. Hablaré de vosotras. Os cambiaré los nombres para que no haya víctimas inocentes. Sabréis quienes sois y quienes fuisteis para mi. Y yo, torpe, arrogante, orgulloso, truhan, vividor, seguiré adelante cual genocida del amor poblando un cielo de estrellas con mis cadáveres y sin confesar jamás que os echo de menos, más de lo que me gustaría. Y cuando el universo infinito y casi eterno suspire su último aliento, sabrá conmigo en un cómplice silencio, que fuisteis una minúscula y efímera coincidencia, y que agradezco a Dios que añadiese una pizca de vosotras al cóctel de mi vida…

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El cielo de las ex… by Juan José García Gómez is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.
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Los bajos del Gran Río…

3 octubre, 2021

Los bajos del Gran Río…

Nunca le di forma a estas líneas. Supongo que me las debo desde una tormentosa tarde de la primavera pasada. Y hoy, al atardecer y tras una breve lluvia, sonaron de nuevo en mi cabeza las notas de esta canción que no escribí.

Ya había estado allí, aunque lo olvidé.

Estuve allí hace años, una tarde a veces, una mañana después, toda una noche sin prisas, y también algún despertar. Volví también años después. Estuve tantas veces, que lo había olvidado. Y olvidarlo fue la primera de las faltas de respeto a lo que fui y a lo que soy. La segunda falta quizás, más desenfadada, alegre y vividora, fue la de repetirlas sin el más mínimo atisbo de vergüenza. Supongo que al menos, me permití que fuesen diferentes entre sí. Si no fue así, o no intenté que lo fuesen, la verdad es que tampoco pienso pedir perdón por ello.

Realmente estuve allí aquella tarde lluviosa, pero no es allí donde empezó. Supongo que si buscamos el comienzo fue cuando ella tendría quince años, éramos niños los dos, y entre sevillanas y rebujito, me perdí en sus malditos ojos azules y su pelo rubio como el Sol. Y digo malditos porque llevaba el «te voy a hacer daño» escrito en ellos. Pero no se lo tengo en cuenta, fui voluntario a esa muerte dulce.

Y desde entonces, vayan ustedes a saber por dónde va la cuenta. Ya os dije que había estado allí hace años, y tantas veces desde entonces, que no sé cuantas volví. Podría llenar una enciclopedia con sus nombres y aún así me quedaría corto. Unas veces me enorgullecí de ello, fanfarrón y petulante, las otras, las más, me sumí en la vergüenza más absoluta. Quizás no valía más que para ello y con ello me castigaba, pero vayan ustedes a saber, a estas alturas, que me quiten lo «bailao»

Volví aquella tarde lluviosa, y tras besarla con ganas, miré a mi alrededor y me di cuenta de que allí ya había estado. No creo que ninguno de los rincones que esconde el mundo puedan superar ante mis ojos a mis vivencias en esos bajos del Gran Río. Por allí volvían los barcos cargados del oro indio, y allí, con palabras como rubíes, engatusé a más de una desprevenida. Eso fui, eso soy, y supongo que de nuevo y a estas alturas, poco podré cambiarlo.

La besé con ganas decía, y no volví a soltarle la mano aún conduciendo hasta que me despedí cortésmente al dejarla en su portal. No volví a verla y tampoco me apetecería. Y si se preguntan la razón, no la busquen, no la encontrarán. Pudo haberlo sido todo y fue absolutamente nada. Yo te dije, tú dijiste, y nada más. ¿A quién le toca? Siguiente. Al menos y eso se lo reconozco, me recordó que ya había estado allí, así que un saludo si alguna vez lo lees.

Pero ese «a quién le toca y su siguiente» no son tan fríos como parecen. Algo queda y a veces duele. A veces horas, otras días y otras vayan ustedes a saber si no siguen ahí, como fantasmas recordando el daño que hiciste y el que te hicieron, como mojones de carretera marcando los kilómetros que llevas o como puntos en un lienzo blanco que al unirlos dibujan perfectamente lo que fui y lo que soy.

Le di la mano como en aquel texto y no se la solté hasta llegar a casa. Y no volví a verla. Sin más. Gané y perdí tantas veces que a veces sonrío al recordarlas. Pero siempre entregué esa mano y besé con ganas. Como si fuera la última vez y por si lo era. Y luego generalmente, hasta la siguiente. No siempre fue mi culpa obviamente, pero fue así como pasó.

Lo que no pasó tantas veces fue temblar mientras lo hacía. No tantas preguntaron, lo provocaron ni tantas lo notaron. «¿Estás temblando? Sí» y en todas ellas perdí a alguien que me hubiera apetecido. Y esa era una bonita e incontrolable señal, aunque algunas no supieran leer entre líneas. Y con todas ellas creo haber sido decente y tener la conciencia tranquila.

Estuve allí, y aunque a veces, como ahora no consiga verlo, acabaré volviendo. Porque eso es lo que fui y porque eso es lo que soy. Y no me apetece esconderlo. Me apetece vivir aún perdiendo, jugar para ganar y hundirme en la derrota. Saberte destrozado por unos malditos ojos azules y un pelo rubio como el Sol. Resurgir en los bajos del Gran Río otra vez, e irme a casa con la Victoria entre mis manos. Me apetece besar aunque se quiten, entregar mi mano aunque me nieguen la suya. Desnudarlas mentalmente antes de hacerlo por si al final no lo consigo. Besarlas con ganas por si es la última vez que lo hago. Quedarme, siempre, a dormir, para que cuando me levante, y siempre, recuerde que estuve ahí. En fin, vivir, amar, reír, llorar, ganar, perder, estar, quedarme, un abrazo, dos despertares, un desnudo y un temblor. Un café, buenos días, aquí estoy, contigo, justo donde me apetece estar, buscarte y encontrarte, volver a temblar, quedarme dormido, despertar y buscarte, vivir, de la única forma que sé, vivir amando, enjugar lágrimas, siguiente y volver a amar. Porque de la única forma que merece la pena vivir es amando, ganando, perdiendo, no rendirse y seguir, engatusarte en los bajos del Gran Río y mirar atrás sonriendo sabiendo que estuve allí. Y aquella lejana tarde en la distancia, como uno más de esos puntos que se unen en mi pasado, estuviste allí, y yo, temblé contigo…


Los bajos del Gran Río… by Juan José García Gómez is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.
Creado a partir de la obra en https://juanjosegarciagomez.com/2021/10/03/los-bajos-del-gran-rio/.

Un reflejo en el espejo…

14 diciembre, 2020

Quizás este no sea el cuento que me gustaría contaros, pero tras algunos meses disfrazado de cuentacuentos, es el que me sale, y la verdad es, que desconozco su final. Supongo que ahí reside la magia de los cuentos. No todos tienen que tener un final redondo, o sencillamente feliz. A veces no lo tienen. En ese sentido me viene recurrentemente a la cabeza el maravilloso «cuento» de Edmundo Dantés. No puedo dejar de sentir un cierto regusto a sinsabor cada vez que al leerlo le veo partir, una especie de «Sí, pero…»

Como decía, llevo meses disfrazado de cuentacuentos. Y la ventaja de los cuentos es que por infeliz que pueda parecernos a veces su final, siempre tienen una historia que contar. Es la ventaja con la que juegan no sólo los escritores y juglares al crearlos, sino también la de su público y lectores al disfrutarlos. Hay en los cuentos un proceso de creación que no termina hasta que cada uno de nosotros generamos una emoción al terminarlos. Y a veces, la mayoría, ni siquiera acaba ahí. Basta con dejar que te los vuelvan a contar tiempo después para que incluso lo que un día provocó lágrimas, provoque entonces una sonrisa. Y es que puede que como al buen vino, a veces haya que dejar a los cuentos que maduren en barrica de roble.

Disfrazarme de juglar y cuentacuentos estos meses ha tenido sin duda efectos positivos. Repara el alma mirar atrás y pensar en ciertas cosas que viviste. Sin embargo, y dejadme volver a las barricas, también un cuento, como el vino, puede agriar. Uno de los agridulces de estos meses ha sido precisamente ese mirar atrás. Resulta que cada vez hay que mirar más lejos. Resulta que cada vez hay que esforzarse más en recordar, y resulta que cada vez, este juglar se permite más licencias al contarlos, porque lo cierto es que cada año recuerda menos y empieza a tener que rellenar lagunas. Cosas de la edad supongo.

Y es que mirándome al espejo el otro día, me di cuenta de que empiezo a peinar, contar y eliminar canas, más lentamente de lo que salen. Rápidas e implacables son las hijas de puta. Mantengo aún, inocente, cierto toque de divo esforzándome en ocultar lo que el espejo te devuelve. Y justo ahí, en ese reflejo que no siempre gusta, me animé a contaros este cuento.

Tengo una foto en mi cuarto. Una polaroid de color incierto y ajado por los años. Creo que no tengo más de diez. Pelo decentemente largo y brillante y una especie de chándal que parece blanco. Estoy montado en KITT, el coche fantástico. No en una réplica no, en el auténtico. Vayan ustedes a negarle a ese niño aquella noche a la salida del Circo que aquello era una réplica. Van a necesitar toda la suerte que puedan reunir.

Como decía, peinar canas y rellenar lagunas son todo uno. Creo que necesito de esas fotos para que lo que recuerdo en una especie de nebulosa obtenga cierta nitidez. Pero sé que en aquellas noches de Circo también monté en elefante, y sé que me sorprendió y me llamó la atención el pelo marrón que tenía en su cabeza gris. No era denso. Cosas que se le quedan grabadas a un niño, y que décadas después recuerda nítidamente cuando es incapaz de dar mucho más detalle. Nebulosa, ya saben . Sé también que mis padres estaban ahí, viéndome y protegiéndome silenciosos en la cercana distancia. Pagando, y bien, para que algún circense tirase las fotos. Viéndome sonreír aunque en la foto de El Coche Fantástico esté embobado con el salpicadero que me hablaba y no mire ni al cámara.

Y recordando, recordé, lo mucho que me llamaba la atención entrar en la sala de los espejos. Fuera de Circo y Feria había cierto y conocido centro comercial que tenía un efecto similar en sus probadores. Un espejo enfrente del otro que crean un efecto óptico infinito que puede hacer que tu madre se desespere por lo mucho que tardas en probarte la ropa. Claro, tú estás contando cuantos sois al otro lado del espejo. Hasta que entra hecha una cariñosa fiera, te zarandea, y te abrocha el botón porque la fiesta no está para bromas. Nebulosa de nuevo.

Y en eso he estado estas semanas. Mirando espejos y su reflejo. Contando cuentos pasados. Peinando canas. Maldiciéndome por contar cosas que pasaron y darme cuenta de que hace ya tanto tiempo de ellas que muchas de las personas a las que se las pueda contar ahora, no es que no hubieran nacido, es que aún tenía yo que vivir la mitad de mi vida para que ellas nacieran. Joder o cojones. Cualquiera de las dos valía como expresión al darme cuenta de lo que acababa de pasar. Estás hablando de cosas que otros no pueden siquiera recordar. No habían ni nacido. Cállate abuelete. Por mucho disfraz de juglar y cuentacuentos que te pongas, hay realidades que no puedes ocultar. Y duele. ¿O no?

Pues no del todo. Veréis: volví a mi espejo. E imaginé a aquellas copias infinitas de los espejos en el probador. Las vi a todas y cada una de ellas. Envejeciendo, sí. Cada vez una arruga de expresión nueva, a cada mirada una cana, una cicatriz que no estaba en la copia anterior. Sonriendo maliciosas como diciéndome «ya no estamos, y no volveremos». Y a cada cosa que me lanzaban, infieles, traidoras e inmisericordes con mi edad, les fui devolviendo mis recuerdos.

Crucé Europa en moto, y España tantas veces en bici que no puedo ni ajustar cada recuerdo al viaje correcto. Amé, y traté con desprecio a tantas que debí amar y con amor a tantas que debía haber ignorado, que ni aún pudiendo vivir mil vidas podría compensarlo. Viví en otros países e hice el amor en demasiadas lenguas. Monté a caballo al amanecer, y al galopar al alba me sentí libre. Navegué en ríos y océanos. Naufragué en tempestades y lloré porque aquel Optimist se hundía y no podía aguantarlo a flote si no venían a ayudarme. Sangré, sangré mucho. Una vez por cada cicatriz. Tengo una en el labio que ahora me recuerda cada día el reflejo en el espejo. Bailé borracho como si no me importase nada. Me peleé también, y no siempre salí victorioso. Jugué mucho y gané, aunque perdiese más. Aprendí otros idiomas. Nadé desnudo en los fríos mares del Norte y vi los atardeceres más bonitos del mundo.

Viví cosas que no contaría a casi nadie de los que me importan. Estuve a punto de morir varias veces que yo sepa, y a veces las cuento con sorna y socarronería. Imaginaos las veces que pude haber muerto y ni siquiera soy consciente de ello. Las dos últimas las tengo claras eso sí. No hace mucho más de un año. Aquella moto y aquel stop oculto, aquella curva a derechas, aquel cruce y aquel camión que si llega a pasar diez segundos antes, aquí paz y después gloria. Para, fúmate un cigarro, te lo mereces. Lo mismo hice en aquel secarral con la bici y sin agua ni cobertura. Para, busca sombra, fuma y que se te pase. Y se pasó. Y aquí estoy.

Y eso le dije a mis «yo» del espejo mientras se reían de mis años y mis canas. No puedo esconderlas, y realmente, no quiero. Estoy aquí, y viví tanto y tengo tanto que contar que disfrutaré recordando nebulosas, disfrazándome de cuentacuentos y rellenando lagunas con licencias creativas mientras vea los ojos ávidos de aquellos que me escuchen. A veces lo hacen desnudas, y otras, no pudo ser. Pero no debe en mi edad haber vergüenza ni lamento, porque cada uno de esos años refleja una de esas copias infinitas que fui yo y que seguiré siendo.

Así que entré de nuevo al probador, les devolví una sonrisa pícara a mis reflejos y me fui por donde había venido. Ahí podían quedarse infinitos. Ya volvería pasados los años a que me recordasen que no era el que fui, y yo a restregarles todo lo que había vivido desde entonces. Cerré la puerta con llave y me puse la sonrisa de vividor y cuentacuentos. Como siempre, como siempre hizo la copia de mi de la que me siento más orgulloso. Con una mano tendida a quien quiera cogerla, y una sonrisa dispuesta a despertar a quien quiera que le cuente cómo eran los atardeceres más bonitos del mundo…

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Don’t look back in anger…

17 febrero, 2020

A short note to say that this is my first text ever written in English. Forgive any mistake and please point me in the right direction. Wasn’t so bad at writing in my own language,  and there was a time I used to do it a lot, so I hope trying in a different one isnt’ so bad…Enjoy it, share it, or not! 🙂

Don’t look back in anger, or so they say. Or at least, so they said in the song. «Sorry but guilty» I wrote the other day about it. And I did, I looked back in anger and I guess that I don’t feel bad about it. Sometimes is just part of the healing processes that now and then we have to go through in life. It’s probably just another step. I guess it’s just easier to forget and to move on when you embrace the anger, and when you let your hate to take the reins of your faith.

I’m not trying to say that it’s a lovely thing to do. Neither I feel great about it. But sometimes, life is just what it’s, and I was usually fine taking it that way.

I guess that each one of us might have different options to go through painful experiences. Life only taught me two, or I was just never interested in any other. Since hidding in a corner many years ago and having a swim in my own tears was not quite enjoyable, I learnt about the other option. Embrace your anger, rise and grow your hate like a farmer with his seeds, and let it flourish and do the job for you.

Get deeper in the darkness of your soul, and when you get scared enough about what you hide in it, about your own miseries as a human being, just keep going deeper and welcome everything you might find there in all its glory. And I can tell you that human beings can be wonderful for the good, but also for the darkest thoughts they can host and create in their minds. So don’t you be scared about it, as long as you can keep them inside and they don’t hurt anybody that you may care about.

Do not look back in anger, or so they say. And I did, guilty. For countless hours and days, in many dark nights before going to sleep. Awake for hours trying to forget, but only falling when I let my hate to destroy it all. And then, and only then, to have the sweetest possible dreams and to wake up the following morning healed and repaired, at least until the next fall to come.

Always considered myself somebody with his heart in the right place. And I guess that those few who know me well won’t say otherwise. I like to see it that way at least. It makes me feel better. But there are edges to myself that I like to polish now and then. The dark ones, so they can shine in all its beauty, might and power when I need a hand from them. And they willingly come to the rescue as requested and on short notice asking for nothing in return.

There in their corners hide deep, waiting for a call to come to my rescue. Sometimes was just love, some others the so called friendships when they were nothing but poor relationships. Sometimes were just business and some others just life. Most of the time were to be used against disgraceful human beings that we meet in our journeys, and some others against God himself for stealing those that I cared about from my side. And neither from my own darkness or from God himself I was scared. I like to talk to him I often say. And he has my word that we’ll sit down over a cigarrette and a coffee so we can together settle our debts when the time comes and he calls me into his office. Eye contact and proud of what I did and what I said. And only to him the right to judge or to question. But my eyes in his, chin up, claiming back all that he kept away from me. All that I owe him I’ll happily pay, but he better pays me back what he stole.

And when the storm of my hate flew away, I looked back again and there was no anger anymore. Just a few flashbacks of the happy memories that were left behind. Most of them related to love and human beings that just after my hate got to polish them for me, were shining again in all their beauty. Forgotten and buried deep in my past. Left behind and for good, but beautiful and shining memories once again. They were real, and I lived each single one of them, and enjoyed them until God, Life or the miseries of other human beings stole them from me.

Do not look back in anger, or so they say. And I did. Guilty. I just don’t anymore…but trust me when I say that I will do it again as many times as needed. Because only then, only when the storm throws its lightnings of hate and destroys it all, only when is gone, you get to see the sunset shining over some parts of the horizons of your past that happened, and those, weren’t so bad after all…

Do look back in anger and hate, and destroy it all. Or so they say. And then, admire what you did and what you lived. Because it was real, and it was beautiful…

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De corazas y escudos…

21 agosto, 2019

«Tengo un texto sobre eso», le dije. Y le mentí. O al menos, no dije toda la verdad. Lo tengo, pero es tan antiguo y lleva ahí tanto tiempo que no me gustó releerlo. «Arrasando escudos» se llama, para el que quiera y guste, aunque lo cierto es que el paso del tiempo y el olvido de quien lo motivase no le han sentado precisamente bien.

Ahora es otro tiempo, y una de esas vidas entre cientos que viví, y posiblemente le diese otro enfoque y otro sentido.

Así que empecemos por el principio. Quien motiva estas palabras no es ella sino él, aunque es a ella a quien va dirigido. Que le aproveche o que corra, ahora que aún está a tiempo.

Él lleva tiempo rondando por mi vida. Indirectamente y a través de la familia. Ganó en importancia con los años, y aunque ahora sea visible en mi día a día no siempre fue así. Me alegro de que esté, me ennoblece como persona, me ennoblece elegirlo, y que sus integridades me eligiesen a mí. Pero sobre todo, está no sólo por cómo me trata, sino sobre todo por cómo siempre trató a los míos. Hay cosas que son sagradas e inamovibles. El tiempo, la vida, la muerte y los nuestros. Y en poco más se resume todo.

Yo no la conozco, pero si él la elige me basta. Y en ello está. Poco a poco y por una de esas extrañas coincidencias por las que se encuentran los que en otro tiempo no llegaron a tocarse. Va sin prisas, pero sin pausas, poco a poco y con buena letra para que no haya tachones ni que retocar palabras. Y lo envidio. Le envidio la ilusión. Y lo veo con ternura. Desde fuera como un tercero, y desde dentro como un amigo. No siempre fue así, pero ahora que lo es, espero que se quede donde está durante largo tiempo. Escrito queda por mi parte.

Despacio y con buena letra, como dicen los maestros. Por los dos lados supongo, pero más por el de ella que por el de él. Yo los llamaba escudos, y ella los acaba de llamar corazas. Yo los arrasaba, y ella los mantiene. Y sus razones tendrá, que en eso no me meto ni es asunto mío. Llamadlos como os plazca. Nunca me gustaron, y eso es lo único que mantengo de otro texto y de otro tiempo.

Nunca me gustaron porque nunca les vi el sentido. Hay verdades inamovibles como decía, y en nacer y morir están dos de ellas. Y de un extremo al otro, con todas sus fuerzas y sus envites, LA VIDA. Con mayúsculas. Uno tras otro hasta que extenuado y exhausto al final de tus días, te entregas a la parca y sus garras esperando un salvador, una bienvenida, y encontrarte con aquellos que se quedaron tiempo atrás, y por el camino.

Así que como humilde tercero, como aspirante a consejero, como cervecero incansable y como prenda y vividor le pregunto a ella: ¿A qué carajo le tienes miedo?

Envidio verlo con la ilusión y entregado, y no hay trampa ni cartón tras sus espejos y sus resquicios de princesa. Ni uno, ni uno sólo desde mis ojos subjetivos, ni uno sólo en los gestos que tuvo con los míos. Los míos que Dios me dio, y los míos que elegí y dejé que me eligiesen. Es tuyo para cuando lo pidas, rodilla en tierra y sin condiciones. Con una bandera blanca y sin parlamento de por medio. Rendido y humillado lo tienes si le dejas.

Ármate si quieres hasta los dientes y protege tus corazas. Las vas a necesitar, todas y cada una de ellas. Pero recuerda querida, cuando las fuerzas de la naturaleza tocan a rebato, poca defensa puede el ser humano oponer a ellas. Al Este se nace, y desde ahí al ocaso de la muerte, verdades inamovibles. Una es la vida, con sus fuerzas y sus envites, y entre ellas, con el amor como arma definitiva. Quítate la coraza, vive y aprecia, besa y saborea, disfruta sin miedos y cuéntamelo con una cerveza. Si él está, tu seguirás estando. Y si sale mal, coge tus corazas, quítales el polvo y vuelve a ponértelas. Pero esta vez, déjalas en el rincón y disfruta. No te hacen falta. Lo veo en sus ojos y en como habla de ti. Estáis maravillosamente jodidos, y con corazas o sin ellas, solamente os queda vivir…

 

 

 

 

 

Ellas…

5 febrero, 2019

¡Hola MAMÁ! Y sí, diga lo que pueda decir la Academia o cualquier desaprensiva que pase por aquí, MAMÁ se escribe así, con mayúsculas para que le quede claro a todas ellas que pasaron y que pasarán, que mucho tendrían que ser para que su nombre pueda escribirse siquiera parecido.

El caso es que ayer le dije «Hasta el Jueves», pero ella, en toda su sabiduría para elegir momentos, por segunda vez en semanas recientes, y con la puerta entreabierta me dijo antes de cerrar que ya era hora de ir pensando en qué pasaba a final de curso. «Así como sin presión» o algo parecido dijo PAPÁ, que también va con mayúsculas.

Y el mensaje y la puerta entreabierta me dejó a mí con la sonrisa torcida y también entreabierta, mientras me desangraba en pensamientos con media hora de carretera por delante. No es mucho quizás, pero cuando uno se desangra de algún modo cualquier minuto es oro. Pongamos música, me dije, y recordando el concierto del sábado me monté en el Cadillac de Loquillo y nos fuimos a dar una vuelta por el Tibidabo. Acabamos borrachos, recordando a la rubia que tenemos en común.

Volvamos a MAMÁ, que dudo yo que se preocupe más de lo necesario. Siempre pragmática en cuanto a que la vida es la vida y que de ciertas cosas uno no debe preocuparse porque sencillamente escapan de su control. Pero en esto sí, en esto es MADRE y supongo que lo que quiere es un camino sin muchos rodeos, bien asfaltado por delante para que no duelan los pies al caminarlo. Quiere un camino por delante que nos lleve en línea recta, que lo elijamos nosotros, sus tres, y que seamos felices en él. Un camino estable, que nos permita hacer lo que queramos y del que no nos desviemos demasiado. Que de A nos lleve hasta B, y nos permita seguir el abecedario por nuestros días como ella pudo seguir el suyo. No la culpo, al contrario, creo que es el tipo de camino que cualquier madre querría para sus hijos.

Y ahí está el problema, que mi camino salteó siempre letras, que me desvié por cuanto entretenimiento o apetencia encontré, y que recorriéndolo así he podido considerarme medianamente feliz. En cada encrucijada elegí en libertad, aunque A no tuviera la más remota relación con B. Hice lo que se esperaba, estudié cuando debía y no tuve problemas en trabajar de lo que fuera y por lo que yo considerase justo y adecuado a cada momento. Y esa libertad de elección se la debo en enorme proporción a ellos, que nos educaron bien y que en su camino sacrificaron algunas letras de su abecedario para que nosotros deletreásemos el nuestro. La mochila descargada, nula propiedad, nula carga, y hacia delante, letra a letra.

Y creo que debo disculparme aquí por no ser capaz de formar palabras con las mías. Palabras que tengan sentido al menos. Lo mío fueron siempre impulsos, y creo sinceramente que en esa estabilidad que pretende mi madre no sería del todo feliz. Y lo siento eh, y cuando la resaca golpea por las mañanas no me siento precisamente orgulloso de no poder concederle eso a quien sacrificó las letras que tenía, y las que nunca pudo tener, por mi y porque yo tuviera un caminito bien asfaltado por delante.

Así que en esa resaca está precisamente la respuesta. MAMÁ, no se preocupe usted, que yo soy feliz en el Cadillac. Y que esa, a día de hoy es la única respuesta que puedo darte.

Me vine con una mano delante y otra detrás. Volví tal y como me fui hace ocho años. Aquel Septiembre empecé donde siempre, y en Noviembre estaba donde Cristo perdió el mechero. Y luego, la vida pasó, y ocho años después me senté delante del ordenador una tarde y dije «Hasta aquí». Y aunque en su momento os preocupase, fui libre de hacerlo, libre de inventarme un plan, y afortunado de que los plazos se cumplieran en mi favor.

Y ahora, en medio de ese plan no me preocupo por el siguiente. Tampoco valdría de mucho. Hoy aquí, y mañana bajo tierra. O no. O mañana a por otro plan hasta que alguna vez sea el último. Y mientras llega, que a todos nos llega, manos al volante y música de fondo. Cuando llegue a la J de Junio, cogeré la bici, y me iré a perderme por las bonitas carreteras de este país, y cuando vuelva, sentado al sol y en la piscina pensaré en opciones y escogeré la que me apetezca o la que me caiga del cielo. Porque casi siempre lo decidí así, y porque casi nunca salió mal. Me mantuvo despierto e ilusionado un tiempo, y cuando perdí la ilusión, cambié de caminito.

Así que no MAMÁ, no sé que viene después, y lo siento mucho, creo que no le dedicaré más tiempo del necesario a planteármelo. Siento no poder concederte lo que me pides después de tanto sacrificio.

Te puedo recomendar a cambio ese «Cadillac Solitario» de Loquillo. Quiero una vida y una historia que contar, y posiblemente en algún momento sentarme a escribirla. No preocuparme un tiempo por qué sueldo o qué letra toca, y ver qué soy capaz de teclear. Eso es lo más parecido a un plan que he tenido siempre. Y creo que en algún momento será hora de intentarlo.

Y lo único a día de hoy que tengo claro es que ahora el único plan es llegar hasta Junio intentando ayudar a mis niños con sus exámenes. Que si de aquí a entonces tengo la oportunidad de volver a ciertos lugares lo intentaré. El problema es lo imposible de la razón, el problema es que en eso tampoco sería A, luego B y después C. Al contrario, sería un impulso más. Sería volver atrás y al hacerlo, huir hacia adelante.

Pero tú, MAMÁ, entenderías mejor que nadie sin que yo te lo contase, que aquella rubia de pelo corto como el tuyo, llena y rodeada de imposibles, aquellos ojos de los que no recuerdo si verde o azul, pero que me permitieron perderme en ellos, aquella sonrisa que me acompañó unos meses duros arriesgando quizás lo que no debía, aquella con la que me pasaría esta y tres vidas más, esa de la que no hablo y a la que algún día te presentaré merecería la pena el intento y la vuelta atrás. Y creo que como mi madre que eres no me permitirías no intentarlo, no consentirías que viviese con la duda y el «y si…», aún lleno de imposibles, que viviese una vida donde ella no esté, y que no volviese a cogerla de la mano y no dejarla ir. Y en eso espero. Sin forzarlo, esperando a que la vida vuelva a ponérmela por delante, y no hacerlo justo después de haberme ido con una mano delante y la otra detrás y cuando ya no pude hacerla mía, ni ella hacerme suyo. Así que a tí, MAMÁ, te digo que Loquillo y su «Cadillac Solitario», que Bob Dylan y su «Girl from North Country» y que el plan, o la ausencia de él, solo tiene una razón de ser: ELLA…

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My way…

17 enero, 2019

Rogaría a quien cayese despistado por estos lares que por favor sea condescendiente. Hace más de cuatro años que no escribo, y aunque no me olvidé de vivir, sí perdí la buena costumbre de dejarlo por escrito de vez en cuando.

Escribía por impulsos, por gestos, por conversaciones, vivencias, mujeres, experiencias cercanas a la muerte y demás temática variada. Cuando salía, o cuando me daba la gana. Y tampoco sabría responder a la pregunta de por qué ahora y no antes. Sed condescendientes y permitidme dejarlo en un simple «prometo intentarlo a partir de ahora».

Estos años quise escribir sobre muchas cosas, pero sobre todo, y en tiempos más cercanos, quise hablaros de ella. Simplemente no pude, pues ella es y será tan esquiva en lo real como en lo que se refiere a las letras. Quizás algún día lo haga, quizás algún día algo parecido a lo de hoy me anime a presentárosla.

Fue hace unos días en un par de conversaciones sobre la vida, su duración y sus tiempos. Asustó comprobar que me acerco peligrosamente a lo que espero sea la mitad de toda mi vida productiva. Hubo un tiempo en que fui más joven, pero ahora que veo la juventud en otros, empiezo a mirar con algo más de incertidumbre lo que sea que me quede por delante.

Puede incluso que haya sido a petición del respetable, a los diferentes «¿te acuerdas cuando escribías?» o a los «Deberías volver a escribir». Nunca supe qué responder, pero adeudo algo a cambio de su interés e insistencia a ese respetable al que aprecio más de lo que debo confesar.

Quizás no fuera hace días, ni por ese respetable, quizás fue hoy, en una de las varias vidas que ya puedo decir haber vivido. En ésta, me siento delante de niños que empiezan a ser jóvenes, y les ayudo, o intento ayudarles, con su Inglés. A veces hablamos y a veces incluso les dejo preguntar. Creo que es la mejor manera de que se enganchen y muestren interés. Tienen una edad complicada en la que dejan de ser niños y empiezan a verse adultos, y sin embargo yo empiezo a peinar canas y al mirar atrás me asusto al comprobar cuán jóvenes son ellos, y cuán rápido empiezo a crecer yo.

Quizás fue hace unos días o quizás hoy, cuando ella preguntó «Maestro, ¿Tienes novia?» en su, aún por pulir, Inglés de Fuentes de Andalucía. Quizás fue al rato y tras responder, cuando algo me animó a escribir, ¿Quién sabe?

Lo que si sé es que mientras practicábamos el oído con diferentes canciones, les ofrecí una de mis favoritas, y al preguntarme la razón de que aquel muro mágico fuera uno de los imprescindibles de la banda sonora que acompañó mis vidas elegí el silencio por respuesta. Hablan demasiado, y de vez en cuando no les importa que no responda una pregunta,  y al responder la siguiente, ya se olvidan.

En 1995 tenía yo exactamente su edad, y año arriba año abajo, aquel muro de las maravillas sonó en un salón reconvertido en discoteca en algún lugar de la Costa Azul. Y con ella acordé que era de ambos nuestra favorita. Y a ella y a su educado rechazo, le dediqué la canción alguna vez más. Fue bonito, fue un precioso y temprano fracaso en el amor. Un reconocimiento entre miradas de niños, que sí, pero que no. Tampoco le dedicaré más tiempo, pero si ella cae por aquí, se reconocerá en aquel muro de las maravillas. Aquí tiene mi agradecimiento y su mención. Supongo que en aquel entonces dolió,  y sobre eso quería escribiros.

Sobre quemar etapas, vivir, amar, reír, llorar, vencer, perder, que duela, que sane,  volver a vivir y empezar la lista por el principio. Una y otra vez, que se olviden los nombres, se difuminen las caras y se ahoguen en el tiempo y el olvido las lágrimas. Que mires atrás por inesperadas razones, y casi ni te acuerdes del mucho tiempo que ha pasado desde entonces hasta hoy. Hablaros sobre las vidas que viví, en las que hice de todo, y me faltó poco por hacer. En ese Elvis que hoy versionaba enfrente de un grupo de niños y en formidable viaje en el tiempo de más de 50 años. En que lo hice todo a mi manera. A mi manera perdí, gané, viví y a mi manera seguiré haciéndolo.

A mi manera y a la de nadie más fui gigante entre sábanas y lloré envuelto en otras. A mi manera y no a la de otros amé a quienes se dejaron y a algunas de las que no. A mi modo y sin remordimiento alguno fui viviendo vidas, cambiando oficios, recorriendo caminos y compartiendo momentos. Sí, al mío, a mi estilo, con mis fracasos y mis éxitos fui quemando etapas y atracando en puertos, viendo amaneceres, y olas romper con furia. Y aunque algunas veces me avergonzase de los reflejos que me devolvían los espejos al despertar, cuando miro atrás y respondo preguntas a los niños que empiezan a crecer, y aunque a veces una canción y unas letras me remuevan el alma, lo cierto es que al llegar a casa y ponerme a juntar palabras, sólo puedo estar orgulloso de cuántas vidas viví y esperar ansioso las que me queden por delante. Ojalá vivan ellos la mitad de lo que viví yo. Tendrían una buena vida y podrían irse en paz, y a veces, aunque otras pudieran llegar a dudarlo, se acostarían dándose un sincero aplauso. Ole tus cojones, chaval.

A todas mis vidas, desde la Costa Azul a la Pérfida Albión, las amo con todas mis fuerzas. Ellas fui yo. Fueron mías, y siempre en silencio esperando a un acorde que me remueva el alma, siguen ahí. Y aún hubo tiempo para que Elton John viniera a regodearse de no recordar si sus ojos eran azules o verdes, en la que era «su canción», pero que eran los más dulces que había visto nunca. Y sí, los de ella, de la que os hablo sin hacerlo, esquiva en lo real como en las palabras, eran los más bonitos a los que me rendí jamás. Y lo hice a mi manera, a la mía y de nadie más…

 

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