Unas lágrimas y un abrazo…
Llevo yéndome toda la vida. Me di cuenta anoche mientras tomaba café, sólo, en un ajetreado centro comercial. Nunca me gustaron las despedidas, y no paro de irme. Supongo que parte de la culpa la tiene Marzo, y que aunque los días sean ya más largos, esta vez, amaneció gris.
Unas veces lo hice sin querer, destrozado, agotado y sin alguna otra opción. Otras muchas a sabiendas, huyendo yo, y arrasando a quien se pusiera por delante. Pero lo cierto es que sea como fuere, cada vez duele más, o al menos, cada vez duele distinto. Supongo que serán cosas de la edad.
Mi vida ha sido hasta ahora, una continua sucesión de aventuras y despedidas. De gente, de lugares, de trabajos, de relaciones, de seres queridos que se fueron para no volver, y que solo perviven ya en el recuerdo. Una sucesión de víctimas, culpables o inocentes, un desfilar inagotable de fantasmas. Una procesión de almas silenciosas que estuvieron pero que ya no volverán.
Han sido unas semanas bonitas, intensas y agotadoras. Tenían fecha de caducidad, y aunque no estaba marcada en rojo, era parte de un acuerdo tácito. Había llegado inseguro, y a la hora señalada, en horario taurino y al repicar de las campanas, debía decir adiós una vez más.
Había llegado inseguro, como digo, y también herido. Me voy curado y en paz. Como casi siempre. Con la conciencia tranquila de haber hecho lo que pude, y lo mejor que supe. Necesitaba llegar, y también irme. Quedarme con lo bueno y no esperar a meter la pata, que en eso, siempre fui especialmente habilidoso.
Y antes de la despedida me acordé de cuando fui «La Cenicienta». De lo mucho que lloré en aquella despedida que aún no sé si merecí. De como toda una comunidad entera me esperó a escondidas para ponerse en pie y acariciar mis lágrimas con sus aplausos. Me hicieron saber entonces que al irme, había tomado la decisión errónea. Que todo lo que vino después, nunca pudo estar a la altura. Fue la primera de una serie de despedidas que continuaron ayer.
Siempre igual. Llegando inseguro, armado de una humilde sonrisa. Esperanzado de que con ella me traten mejor. Dispuesto a echar una mano y no decir que no. Yéndome cada vez, una vez tras otra, siempre curado y siempre con la mochila llena de recuerdos. Agradecido, en paz, pero roto por dentro en mil pedazos. Roto y curado al mismo tiempo, en una cruel, eterna e ilógica dicotomía, que por familiar, siempre me resulta extraña.
Y a la hora señalada, en horario taurino, tal y como estaba acordado en este Marzo que amaneció gris, recogí mis cosas y me despedí de quien pude y como pude. Gracias por todo, cuídate, nos vemos pronto. Egoísta de nuevo, recogiendo mis cosas y yéndome sin mirar atrás. Recordándome y recordándoles que todo iría bien y que algo bueno llegaría. Sabiendo en silencio y recordando, que volvería a llegar a algún sitio y volvería a irme. Porque llevo así toda la vida, y porque ya no sé si sabría ser de otra manera. Y aunque en las épocas oscuras me castigue por ello, aunque me ahogue en la incertidumbre de no saber qué vendrá después, siempre fui capaz de ver, en esa ilógica dicotomía, una esperanza en la futura aventura.
Quedaba algo por hacer. Me giré hacia el otro extremo del corredor y fui a buscarla. Me acogió sin dudas y sin razón. Al aceptar el acuerdo tácito que ahora se rompía, jamás lo hubiera imaginado. Me dio absolutamente todo, y desde luego, mucho más de lo que merecía. Sin razón y sin tener porqué. Y así se lo reconocí.
Nerviosa y con pinceladas de una curiosa inseguridad. Con un humor curiosamente oscuro que observaba de reojo de vez en cuando y sin que se diese cuenta. Humilde y entregada. Generosa en el trato, dispuesta a entregarme su tiempo y sin ganas de pedir nada a cambio. Con una sonrisa de oreja a oreja que a veces creo que ni ella misma sabe que tiene. Transparente, tanto, que no he necesitado conocerla para saber cómo estaba tras un simple vistazo.
No podía irme sin más. Me giré y fui a buscarla. Y sin tocarla, sin hacer absolutamente nada, volvió a entregarse y hacerme el mejor de sus regalos: Me dio sus lágrimas y un abrazo.
Y me rompió en dos. Yo, que estaba dispuesto a añadir unas cuantas almas al desfilar de mis fantasmas, yo, que estaba dispuesto a irme una vez más, egoísta y en paz, no supe sino alargar todo lo que pude la despedida. Inexcusablemente torpe en mi abrazo, y sin huirle el contacto ante los ojos de media comunidad.
Y al girarme y perderla de vista, me fui a buscar un café y a devolverle las lágrimas que ella me había regalado.
Llevo toda la vida yéndome. Torpe, patán, capullo y egoísta. Me he ido cuando no debía e intenté quedarme donde sabía que sobraba. Me entregué a almas que no merecían más que el más cruel de mis desprecios. Y lo único que supe hacer siempre fue juntar letras para expresar lo que sentía. Lo único que fui siempre capaz de hacer fue no callarme y no guardarme nada.
Así que si la veis, decidle de mi parte, que esta vez me voy roto. Que me ha regalado su sonrisa. Que guardo sus lágrimas en el baúl de mis recuerdos. Que si no vuelvo a verla es un fantasma de la fila de los bonitos. Que desfila con ellos. Que tratarla y darle los buenos días ha sido un regalo inesperado estas semanas. Que sé que llora. Que fui torpe al no abrazarla más. Que me da igual lo que piense si me lee. Que a estas alturas, y tras irme toda mi vida, me voy roto, cansado y buscando el camino de vuelta. Y que si no lo encuentro, que si a estas alturas no consigo aprender a volver en vez de a irme, decidle que ha sido un regalo inesperado.
Y a vosotros os digo, para que quede públicamente aquí… y aunque ella no lo sepa nunca, que las de ayer fueron las últimas lágrimas que le consiento, y que si aprendo a volver, que si vuelvo a verla y abrazarla, no pienso volver a soltarla…
Unas lágrimas y un abrazo… by Juan José García Gómez is licensed under CC BY-NC-ND 4.0


